MISCELÁNEA DE PENSAMIENTOS HERMÉTICOS. Francisco Ariza

domingo, 16 de junio de 2019

CONTRA LA 'DEVASTACIÓN' DE LA CULTURA


La palabra “cultura” es una de las más denigradas hoy en día, junto a la de tradición, mito o símbolo. El listón ha quedado tan bajo que no es para nada extraño que Franz Kafka, ese “visionario” que alertó del alma más oscura del hombre del siglo XX, escribiera una novela en donde la “metamorfosis” del protagonista no consistía en su trasformación en un ser capaz de reconocer sus posibilidades suprahumanas (como el Lucio del El Asno de Oro de Apuleyo, obra también conocida precisamente como La Metamorfosis), sino su mutación en una “cucaracha” monstruosa, perfecta metáfora de los aspectos más inferiores del ser humano.

La “cultura de masas”, que nace también con la entrada en el siglo anterior, es la metáfora de otra monstruosidad, pues en la definición de “masa” está presente la característica del espíritu gregario, propio de los insectos. Toda nuestra sociedad, ya no importa que sea “occidental” u “oriental” (términos que por otro lado han acabado por difuminarse con la invasión uniformizadora de la tecnología) ha sucumbido al poder de la “masa”, por eso la cultura ha tenido que rebajar sus contenidos hasta acabar siendo una caricatura de sí misma (la “cultureta” pues) para amoldarse a una mentalidad gregaria que ha de ser satisfecha con lo más banal y superficial.

Términos como “cultura del espectáculo”, o “cultura del entretenimiento”, o incluso esa aberración, contradictoria en los términos, llamada “cultura de la violencia”, así lo testimonian. Lo vemos asimismo en la política, dicho sea de paso, que también ha sufrido su propia “mutación”, pasando, en el mejor de los casos, de la “democracia” a la “oclocracia”, literalmente “el poder de la masa”, expresión de una multiplicidad caótica, tema este que ya tuvimos ocasión de tratar hace un par de años en esta misma página de facebook.

Claro que todo esto no ocurre por casualidad, sino que forma parte de un contexto cíclico de degradación generalizada que viene de lejos, y que tiene sus causas en la desacralización de lo que antaño se conoció como Cultura, palabra que no olvidemos viene de “cultivo”, pues con la mentalidad simbólica y analógica de nuestros antepasados se consideraba que el cultivo de la tierra tenía correspondencias muy íntimas con el cultivo del alma. De ahí la gran cantidad de términos y expresiones agrícolas utilizadas en los ritos iniciáticos de los distintos pueblos de la tierra, empezando por la palabra “neófito”, que quiere decir “nueva planta”. Depositar la semilla en el interior de la tierra es lo mismo que introducir una idea o un principio de orden superior en el pensamiento para que fructifique dentro de él, nutriéndolo como se nutre el cuerpo con la semilla hecha ya fruto tras un proceso más o menos largo, análogamente correspondiente al proceso iniciático.

Esta es la “labor” propia de una Tradición sapiencial que a pesar de todo continúa viva, pues como dijo el profeta: “Dios está más cerca de ti que tu propia yugular”. El origen de esa Tradición primigenia se sitúa precisamente en un jardín: el Jardín del Paraíso, que es el Cielo descendido en la Tierra. En la Alquimia a veces es llamado hortus conclusus, “huerto cerrado”, como si efectivamente se tratase de un atanor hermético donde las “raíces” de las plantas que en él se cultivan (los seres humanos), no se nutren, sin embargo, de la substancia de la Tierra, sino de la esencia del Cielo, o sea de las ideas del Mundo Inteligible. Esta concepción la tuvo ya Platón cuando en el Timeo (89 c) señaló que “el hombre es una planta celeste, lo que significa que es como un árbol invertido, cuyas raíces tienden hacia el cielo y las ramas hacia abajo, hacia la tierra”.

Lo que dice Platón nos recuerda a esa otra tradición cabalística que habla igualmente de las “raíces de las plantas”, pero también de aquellos que “devastaron el jardín”, refiriéndose al Jardín del Paraíso, al Pardés. René Guénon, en un capítulo de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada (titulado justamente “Las raíces de las plantas”) añade que quienes causaron esa devastación y cortaron las raíces de las plantas, habían alcanzado un grado donde todavía era posible extraviarse. O sea que desconocían la dimensión metafísica de lo que significa estar “enraizado” en el Principio.

Esto tiene varias lecturas y se puede aplicar igualmente al proceso iniciático o de conocimiento, donde en un momento dado se puede estar “tentado” de creer que aquello que se ha conseguido es por “méritos propios”, y no precisamente por estar arraigado en la Unidad metafísica, de la que emana todo conocimiento. Persistir en ese error conduce inevitablemente a la “desviación” referida por Guénon.

En otro orden, esa misma soberbia es propia de la desmesura de aquellos que hoy en día están creando un nuevo modelo de sociedad dirigido por la “inteligencia artificial” (su propio nombre ya la define) hasta en sus más íntimos detalles. Los nuevos parámetros culturales serán impuestos por los hombres colonizados por los engendros tecnológicos. Una humanidad que ha sido preparada mentalmente para aceptar semejante estado de cosas representa un “gregarismo” de nuevo cuño, distinto y más sofisticado, que el de la simple “masa”. Todas las mentes de ese nuevo gregarismo estarán conectadas al “Gran Hermano Computador”. Ante esta perspectiva palidecen los fascismos y dictaduras de todo cuño que hemos conocido hasta ahora.

La combinación de lo digital y las neuronas humanas junto con la computación cuántica será el triunfo final de la máquina sobre lo humano, y para algunos ese momento marcará la entrada en una terra incognita, o sea en un mundo desconocido hasta ahora. Y nosotros nos preguntamos cómo será la cultura que nacerá en ese “nuevo mundo” que ya avizoramos en el horizonte, después de que la cultura que hemos conocido haya desaparecido, o mejor se haya “ocultado” en el corazón de unos pocos, aunque estos sean unos cuantos miles como señalan los textos tradicionales.

En una sociedad así no habrá cultura, sencillamente. Y no la habrá porque esa falsa “nueva humanidad” no reconocerá ningún tipo de herencia espiritual e intelectual de la “otra humanidad” (nosotros), considerada como inferior con respecto a ella, que será el resultado de la más compleja creación del “reino de la cantidad”. Por este hecho a los ufanos integrantes de esa humanidad cibernética les estará vedado cualquier pensamiento de orden metafísico, que es al fin y al cabo la esencia de la verdadera cultura. ¿Podemos acaso imaginar al hombre cibernético concibiendo la idea del No Ser y la Suprema Identidad, por ejemplo?

Lo suprahumano no es el “superhombre”, es decir una individualidad superlativa y elevada al cubo. Lo suprahumano es lo que está “más allá” de lo humano pero en un sentido vertical y cualitativo, no horizontal y cuantitativo. Es un encuentro y un hallazgo del alma humana con sus estados superiores, o angélicos en terminología cristiana, que por encima de cualquier “psiquismo” son los auténticos Intermediarios que nos conducirán a los estados metafísicos e incondicionados.

Así pues, en esa sociedad futura, ¿qué símbolos, qué mitos, qué ritos, qué estados intermediarios para conocer las ideas y principios del Mundo Inteligible sustituirán a los que todavía conforman el imaginario de nuestra humanidad actual, a pesar de todo? ¿Qué modelo del cosmos sustentado en las correspondencias entre los distintos planos y mundos de una Creación orgánica y viva se ofrecerá a esa “nueva humanidad”. ¿O acaso piensan sus ideólogos, de hoy y de mañana, que no existe tal Mundo Inteligible porque ellos son incapaces de concebirlo, y por ese mismo expediente lo niegan? Evidentemente esto nos recuerda de nuevo el relato cabalístico de aquellos que entraron en el jardín y lo devastaron porque no habían alcanzado el grado suficiente para conocer sus “frutos” y “tesoros” espirituales.

La Tradición primigenia, encarnada a la lo largo de la Historia en las distintas formas tradicionales, puede estar “dormida”, o “latente”, pero no muerta, como no lo estaban el druida Merlín, o el rey Arturo, que cobró nueva fuerza y vigor cuando Perceval le hizo la pregunta fundamental: “¿Dónde está el Grial?”

Esta es, en verdad, la cuestión, y el tema que ha de ocupar nuestro tiempo, el que todavía nos queda antes de la llegada definitiva de esa terra incognita, que en verdad no será sino la victoria momentánea de una sociedad que el propio Guénon denominó como la “gran parodia”. Francisco Ariza

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martes, 4 de junio de 2019

LA "UTILIDAD" DEL NO SER


A raíz de la Nota anterior sobre “El ‘no saber’ como esencia de la Sabiduría”, nuestro amigo Oswaldo José Sandoval nos ha recordado en un comentario a dicha Nota la conocida frase de Sócrates: "Solo sé que no se nada". Sócrates traza así una línea de pensamiento para situarnos correctamente ante la cuestión, y no divagar como hacen los sofistas y sus derivados "tradicionalistas". El que conoce verdaderamente no “sabe" que conoce, pues esto seguiría implicando una dualidad entre el sujeto conocedor y el objeto conocido, negando así la identidad, que es el propio conocimiento. El verdadero sabio “no define” lo que conoce obviando que lo que conoce y “lo que él es” son una misma cosa.

En efecto, todo conocimiento, especialmente en el orden intelectual y espiritual, implica una identidad entre el que conoce, lo conocido y el conocimiento mismo. Es por eso que el Conocimiento y el Ser -o la Unidad- son lo mismo, como reza la fórmula ontológica por antonomasia: “El Ser se conoce a Sí mismo por Sí mismo”.

No hay diferencia alguna entre el Ser y el Conocimiento que él tiene de Sí Mismo. Pero la Tradición nos dice que el Ser es el “No Ser afirmado”, o sea que el Conocimiento es en última instancia la “Docta Ignorancia”, que, como nos recuerda Federico González no hay que confundir con la “ignorancia docta” de los presuntuosos que creen saber sobre la metafísica, pues qué puede saberse acerca de algo que ni siquiera existe, que “No Es”, pero que, al mismo tiempo, da sentido y “utilidad” a todo lo que es. Como dice el Tao-Te-King:

Treinta radios convergen en el centro de una rueda, pero es su vacío lo que hace útil a la rueda. Se moldea la arcilla para hacer la vasija, pero de su vacío, depende el uso de la vasija. Se abren puertas y ventanas en los muros de una casa, y es el vacío lo que permite habitarla. En el ser centramos nuestro interés, pero del no-ser depende la utilidad.” (Tao-Te-King11). Francisco Ariza

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sábado, 1 de junio de 2019

EL 'NO SABER' COMO ESENCIA DE LA SABIDURÍA


Cuando lo desconocido se hace conocido, y lo conocido de pronto resulta ser un misterio aún más insondable, hasta el punto que todas nuestras “seguridades” se derrumban como un castillo de naipes; cuando recorremos el eje vertical de los mundos en ambas direcciones y quedamos “suspendidos” entre los dos “caos”, el inferior y el superior; cuando lo que creíamos luz resulta que son tinieblas, y lo que eran tinieblas son en realidad más luminosas que la luz…, ha de haber, tiene que haber necesariamente, un ámbito en nuestra conciencia tan extremadamente simple que ni siquiera existe (o sea que “no es”) donde todas esas paradojas se encuentren de alguna manera conciliadas, haciéndonos experimentar la ignorancia como una liberación y como la esencia misma de la Sabiduría. ¿Es esto quizá lo más cercano a la “docta ignorancia” de que habla Nicolás de Cusa?

Estas palabras han surgido tras meditar en el acápite “¿Docta Ignorancia o Ignorancia Docta?” perteneciente a “Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha”, de Federico González y Colaboradores. Allí podemos leer:

“Como bien se ha dicho, existe una gran diferencia entre la ‘docta ignorancia’, llamada así por Nicolás de Cusa al querer explicar aquellos estados que tan bien describe la ‘teología negativa’, y otra, por cierto, la simple ignorancia general, que por ser tal se presta a la complicidad con el éxito, o la hipócrita bendición oficial, o lo que exige la moda y el mercado. Ambas están invertidas, en los extremos de la polaridad, y los seres que encarnan estas realidades son opuestos; los primeros experimentan el no saber, los segundos, los ‘doctores’ ignorantes, no saben del saber y por lo tanto creen que los demás tampoco saben, y eso los hace capaces de fingir saber.”

O sea, defendámonos de los “sofistas” de nuestro tiempo, tan inicuos para la evolución espiritual como los que denunciaba Sócrates en el suyo. Son lenguas “sibilinas” que intentan engañarnos y confundirnos con su verbo infecundo, pues aunque en muchos casos “han sido llamados” (en el sentido que esta expresión tiene en los Evangelios) apostaron finalmente por “fingir saber”, con lo cual la entrada en el “arca” la tienen cerrada hasta que no haya una verdadera “rectificación”, que siempre es alquímica pues tiene que ver con la sublimación y transmutación de lo denso en lo sutil, de lo profano en lo sagrado.

Cosa difícil, por otro lado, pues el orgullo “de saber que se sabe” (todo lo contrario de “saber que no se sabe”) es demasiado fuerte. Esto es lo que ocurre cuando no se rompe definitivamente el espejo (speculum) que la vana erudición ha ido incubado en nuestra conciencia creando una separación ficticia entre lo que conocemos y lo que somos, cuando en verdad todo conocimiento es una identidad entre el que conoce y lo conocido. Pero la ridícula soberbia nos impide “oír” esas voces que la Inteligencia profiere en nuestro interior, y que necesitan manifestarse y “salir a la luz” para hacernos ver que quien se mira en realidad en ese “espejo” es una de las miles de máscaras que adopta el Gran Ilusionista para seguir siendo el dueño de nuestra vida, que solo pertenece al Ser.

Precisamente, es en momentos como estos cuando cobran pleno sentido las siguientes palabras que el propio Federico González escribe en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos (entrada Necesidad):

“La máxima aspiración es posible cuando no se destruyan o contaminen las vías de acceso a ella, teniendo en cuenta que la Sabiduría nace de la necesidad que es el único camino seguro para llegar a la verdad.
El universo nació efectivamente por la combinación de la Necesidad y la Inteligencia (Platón, Timeo 48).” Francisco Ariza

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