Cuando uno lee, por ejemplo, que el “Arte es una
‘actividad redentora’ y una ‘poética’ comprometida con el conocer del hombre”
(cap. III de El Simbolismo de la Rueda, de Federico González) enseguida
advierte que ha tenido una “revelación”, una “sacudida” en el grado o
intensidad que esto sea, pero sin duda algo dentro de nosotros se ha liberado
de una imposición cultural programada, y nos ha situado “en el camino” y en el
“punto” exacto de salida para comenzar la aventura del verdadero
“autoconocimiento”.
Tu compromiso es inmediato con la Tradición, la
Hermética en este caso, que es la que te ha “inspirado” su Verbo –su Intelecto-
y un eco de él ha resonado en tu memoria, pero esa memoria de la que hasta
entonces apenas si conocías su existencia y que también se ha “revelado”, simultáneamente,
ante tu asombro. Llegas a la conclusión de que esto no puede ser un “juego
estético” más, y que definitivamente nada tiene que ver con un deseo
permanentemente insatisfecho, o con la búsqueda de una “felicidad” inexistente
en este mundo, que por algo ha sido llamado un “valle de lágrimas”. Esto
es otra cosa.
El Arte de que se habla no es exclusivo de nadie: lo
tiene todo ser humano, solo que la gran mayoría no lo sabe. Es una “poética”
como dice Federico, y por lo tanto algo intangible, y si una imagen sirve para
describirlo sería la de un “soplo”, un “espíritu”, que no viene de ninguna
parte pero que sostiene todo lo existente. ¿Cómo definir el arte de vivir, la
vida como un arte si no es que te tomas como el sujeto y el objeto de tu propio
Conocimiento, que es lo único que te redime del valle de sombras tenebrosas?
Entregarse a esa poética es “descubrir” nuestros
“talentos” como dice la parábola evangélica, o sea “sacarlos a la luz” para
conocerlos al mismo tiempo que los hacemos “fructificar”, y que jamás hay que
“esconder” pues sería como enterrarnos en vida.
Esos talentos son las “cualidades” que han nacido con
nosotros, nuestro nâma o “nombre” en términos hindúes, lo que constituye
la “esencia” de nuestra individualidad. El estado embrionario o de letargo en
que se encuentra el alma en un mundo profanado como el nuestro impide que esas
“cualidades” inherentes a su esencia puedan crecer y desarrollarse, y poder
ingresar así en un mundo realmente “nuevo”, que es el de todos los días
paradójicamente pero bañado con otra “luz” más diáfana y diamantina.
Ser conscientes de esa realidad es lo que a veces se
llama, con cierta solemnidad, el “despertar iniciático”. Hay muchos
“despertares” a lo largo de este camino hasta que “despiertas” de una vez por todas
del “gran sueño”. Pero ese primer despertar es fundamental, análogo a las
“piedras de fundación” de la simbólica arquitectónica. Francisco Ariza
https://franciscoariza.blogspot.com/
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