MISCELÁNEA DE PENSAMIENTOS HERMÉTICOS. Francisco Ariza

domingo, 26 de enero de 2020

UNA APROXIMACIÓN SIMBÓLICA A LA "REALIDAD SUB-ATÓMICA"


Nuestro amigo Juan Ríos, ha dicho en un comentario a la nota anterior sobre “Los Colores de los Dioses”, y a raíz de otro comentario que yo mismo había realizado sobre la naturaleza del color en contestación a otro amigo (Plutonium Good), lo siguiente: “Por qué referir el color a lo subatómico. Eso no es la realidad de nada”.

Desde luego puedo entender lo que dice Juan Ríos, y hasta yo mismo estaría de acuerdo con él en esta cuestión si entendiéramos por “nada” un concepto mucho más profundo que el de la simple inexistencia de algo: el No Ser metafísico. Por otro lado, yo utilizaba el color en lo subatómico como un ejemplo para hablar de que en el Cosmos todo es cuestión de proporción, recordando que “el Señor todo lo ha dispuesto en medida, número y peso”, como dice Salomón en el libro de la Sabiduría.

Por otro lado, le doy las gracias a Juan Ríos porque su observación me ha llevado a reflexionar sobre una idea que hace tiempo quería plantear aquí, y es el hecho de que el mundo subatómico, o cuántico, al contrario de lo que pudiera pensarse, sí constituye la base de todo cuanto existe en la “realidad física”, por muy infinitesimalmente pequeño que sea ese mundo, que por cierto tiene mucho más de vacío que de materia corporal, lo cual ya nos da una pista acerca de cómo es la estructura del mundo físico a esos niveles tan extremadamente pequeños; que no es tan sólida como la que podemos apreciar a nuestra escala humana.

Esto nos acerca a planteamientos metafísicos muy interesantes si tomamos esa relación asimétrica vacío/lleno como el símbolo de una realidad mucho más intangible y sutil que trasciende dicha estructura, y por cierto también la de nuestro mundo aparentemente más sólido.  

En este sentido, en el mundo subatómico las partículas pueden convertirse en ondas (energía invisible hecha de luz o de sonido), y las ondas en partículas, o sea que pueden cambiar de naturaleza dependiendo del momento. Esto provoca lo que se ha dado en llamar en la física cuántica “el principio de incertidumbre”, o “de indeterminación”, o sea que la realidad subatómica (que está en la base, repetimos de la realidad física, ya sea microcósmica o macrocósmica) se rige por leyes donde el componente de azar es muy elevado. En este sentido, no nos extraña que ya Marsilio Ficino, siguiendo a Platón, afirmara que “la realidad es un caos pintado de formas” (la cursiva es nuestra).

Precisamente, muchos siglos antes de que los físicos modernos desarrollaran sus teorías acerca de la naturaleza de la luz, Proclo, otro gran intérprete de Platón, quizás el más importante, planteaba que “el espacio no es otra cosa que la sutilísima luz”. Creo que en esta definición está integrada ya la idea del intercambio de las ondas y de las partículas, pues identificando el espacio con la “sutilísima luz”, podemos deducir que esta contenía esas partículas infinitesimales, pero al mismo tiempo no por ello dejaba de tener también sus propiedades “ondulatorias”, pues dichas ondas (o vibraciones, incluidas las sonoras) no se propagan por el aire, sino por el éter, el elemento más sutil y homogéneo que existe en el mundo físico, ya sea a escala subatómica o a otras escalas inconmensurablemente más grandes, como el universo galáctico, hasta tal punto que penetra todos los demás cuerpos y elementos –tierra, agua, aire y fuego-, que derivan de él por diferenciación.

Si hay una mutación de onda en partícula y de partícula en onda (y viceversa), o sea de un cuerpo (por pequeño que sea) en una energía ondulatoria, que se propaga por el éter como decimos, esto querría decir que otro nivel de percepción la “frontera” entre ambos estados de la luz (partícula y onda) es muy estrecha, por no decir inexistente.

De todo esto deducimos dos cosas. Primera: que a esos niveles subatómicos (tanto como a niveles macrocósmicos, o sea en los dos extremos de la escala creacional física) existiría la posibilidad de concebir lo que significa el “paso al límite”, que desde el punto de vista simbólico es el paso de la realidad del cambio y de la mutación permanente de las formas, al orden de los principios ontológicos e inmutables.

Segunda: que la ruptura de la frontera, o límite, entre esos dos estados de la “sutilísima luz” (y considerándola siempre por analogía simbólica sin poner nunca al mismo nivel lo físico y lo metafísico, lo corporal y lo espiritual), un ser “es” y “no es” al mismo tiempo; que hay en él la posibilidad simultánea de “ser” y de “no ser”, y que si esta aparente contradicción la pudiéramos conciliar en nuestra conciencia sería lo más próximo a experimentar el estado metafísico no condicionado, en donde cualquier “principio de incertidumbre” se ha transformado inexplicablemente en una certeza liberadora. Francisco Ariza

https://www.franciscoariza.com/







miércoles, 1 de enero de 2020

DEL "NACIMIENTO DE LOS DIOSES" Y DE "DIOS EN NOSOTROS"

Recordábamos en la nota anterior que los cinco últimos días del año eran vividos entre los antiguos aztecas como un “regreso al caos” indeterminado. Eran los días nemontemi “baldíos”, “nefastos”, o “llenos de vacío”, y que todo eso facilitaba experimentar el no ser, como paso necesario para todo verdadero cambio de estado.

En otras tradiciones, como la Egipcia, estos mismos días no tenían ese cariz que le daba la cosmogonía azteca, si bien coincidía con ella en ese carácter “atemporal”, en los que el tiempo ha dejado de existir como tal. Estos días fueron creados por Thot (el Hermes egipcio), y se llamaban heru renpet "los que están por encima del año", o sea los que no están en el tiempo, por eso también recibían el nombre de mesut necheru "del nacimiento de los dioses", concretamente de cinco de ellos: Osiris, Isis, Horus, Neftis y Seth.

Eran días vividos como nuevas posibilidades dentro del “tiempo atemporal” y mítico donde “nacen los dioses”, posibilidades que se volcarán sobre el cosmos determinando así el curso del gran tiempo cíclico donde se cumplen los destinos de todos los seres manifestados. Se dice que Thot durante el nacimiento de los dioses evitó que a estos les diera la luz de Jonsu, el dios lunar, o sea que durante el parto de los cinco dioses Thot retiró toda referencia a la medida del tiempo, ya que la luna, con sus movimientos periódicos (Jonsu quiere decir “viajero”), genera las primeras medidas del curso temporal advertidas por el hombre. Ritualmente se vive el regreso al tiempo mítico, atemporal, teogónico, donde nacen los dioses a perpetuidad.

Si en un ejercicio de analogía simbólica esto lo trasladamos a la tradición cristiana, esos días “abismales”, “por encima del tiempo” o “del orden cósmico”, comenzarían tras el día de Navidad, prolongándose hasta el último día del año. Es como si en realidad este, el año-tiempo, terminara el 25 de Diciembre con el nacimiento de Cristo, y no diera comienzo nuevamente hasta el 1 de Enero, consagrado a Emmanuel, “Dios con nosotros”, o “en nosotros”, que es el nombre del Mesías anunciado por los ángeles (equivalentes a los dioses) con las siguientes palabras: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad". (Lucas 2: 8-14).

Jacob Böhme. Cristo convirtiéndose en humano. El triángulo central invertido simboliza la “matriz cósmica” donde se genera el Hijo de Dios y del Hombre.

Emmanuel, que santifica el primer día del “año nuevo” es como una promesa o germen del nacimiento de “Dios en el hombre”. Es una posibilidad real que se realiza en y gracias al tiempo y sus ciclos, como el de los 360 días del “año civil” (un modelo a escala de los grandes ciclos cósmicos), días que se corresponden con los 360 grados de la circunferencia. Cada uno de esos días está consagrado a un aspecto de la divinidad a través de sus intermediarios humanos y celestes (al igual que en todas las cosmogonías) contribuyendo al crecimiento interior de ese germen, crecimiento que en el Cristianismo (y en la antigua tradición de Mitra) culmina el 25 de Diciembre con el nacimiento del “Sol Invicto”, del Niño-Dios, o Niño-Alquímico, pues se trata de la transmutación o regeneración de la naturaleza humana en su Principio divino, lo cual no sería posible si ese Principio no estuviera ya presente en el corazón de lo humano. Francisco Ariza