MISCELÁNEA DE PENSAMIENTOS HERMÉTICOS. Francisco Ariza

domingo, 28 de enero de 2018

EL FUEGO DE LA TRANSMUTACIÓN


No se puede dejar de ver el mundo como un Misterio. Cuando esto sucede, la impresión es muy vívida, fulgurante, y aparece por sí misma, aunque somos nosotros, seres individuales, los que “aparecemos” ante esa realidad indubitable, y que nos incluye plenamente. Una realidad que “es todo lo que es” (“Brahmâ condicionado”, el Ser), pero al mismo tiempo “todo lo que no es” (“Brahma incondicionado”, el No Ser). La Suprema Identidad metafísica no admite dualidad alguna, aunque esta sea la más alta.

Frente a la ideología de los actuales “sopladores de carbón”, o sea la new-age y el circo del bazar pseudo-esotérico, que creen que el “yo” o la “conciencia individual” (ahankâra) ha de “disolverse” en una especie de vaga “conciencia cósmica” para alcanzar la “liberación”, la Alquimia espiritual por el contrario siempre ha propuesto la transmutación de ese mismo “yo” individual en un rayo de luz (buddhi, elemento supraindividual del ser humano) que lo “conecte” con su Ser originario, con su Sí Mismo (Atmâ).

Porque la transmutación alquímica es el “trabajo iniciático”, o sea el “paso” gradual del conocimiento especulativo de la doctrina metafísica y cosmogónica a su conocimiento operativo, efectivo y encarnado.

En el Arte hermético la “disolución” tiene que ver con la liberación o desenlace de ligaduras de tipo psicológico, y se corresponde con el proceso de purificación y regeneración alquímica, simbolizada por la sucesiva transmutación de los “metales impuros”. La verdadera y genuina “disolución”, o Liberación, es de orden metafísico y estrictamente espiritual pues es la absorción de lo “condicionado” en lo “no-condicionado”. Pero antes el alma se ha de purificar enteramente coagulando en un “cuerpo de luz intelectual”, o como dicen los textos alquímicos:

“este Mercurio celeste es espíritu en estado lucidísimo… naturaleza en sí misma brillante y transparente, casi diáfano, y de luz… no sometida a mezcla ajena alguna ni a ninguna pasión; acto de pura inteligencia, y con luz invisible e incorpórea, que es causa de esta luz visible”. (Cesare della Riviera: El Mundo Mágico de los Héroes).

“Fundidos, pero no confundidos” decía con toda lucidez el Maestro Eckhart para referirse al resultado de esa transmutación interior, que es un proceso operado por el “fulgor ígneo del dragón”, que aunque de naturaleza celeste -pues está dotado de alas- vive encadenado en el interior de la tierra. Ese fuego invisible, pero infinitamente más poderoso que el visible, es el principal agente de la transmutación de los “metales impuros”, capaz de licuarlos y devolverles su naturaleza original. Dicen de nuevo los textos alquímicos que sin ese fuego la “Materia de Obra” –equivalente a la “piedra bruta” de la Masonería- es algo inútil:

“y el Mercurio Filosófico es una quimera que sólo vive en la imaginación. Todo depende del Régimen de Fuego”.

El fuego del dragón alquímico es la propia energía de la kundalini: es a ella a la que hay que “despertar” de su “sueño” confortable, de su “beatífico confort espiritual”, para con su potencia renovada por una voluntad de ser, también indubitable, comenzar a ascender por el eje del “cuerpo sutil”, por la geografía del “alma viviente” (jivâtma), que no se distingue de Atmâ sino de manera totalmente ilusoria. Ese “espejismo”, producto de mayâ, crea la ilusión de separatividad entre el “yo” y el “Sí Mismo”. Saber esto, e interiorizarlo, es un jalón en el camino del Conocimiento.

Atraídos por la “Luz intelectual” emprendamos el viaje por esa geografía de lo invisible, ascendiendo por los sucesivos “estados de conciencia” que articulan todo su recorrido hasta alcanzar y “coronar” la cúspide. En el simbolismo constructivo esa cúspide es una piedra de diamante, “brillante y transparente”, el resultado de la transmutación de la piedra tosca. 

De esa piedra diamantina, símbolo del Conocimiento mismo, está hecha la copa del Grial. “Advertí que mi alma estaba vacía cuando fue llenada”. Francisco Ariza

lunes, 15 de enero de 2018

CARPE DIEM


El poeta romano Horacio, amigo de Virgilio y citado por Dante al principio de La Divina Comedia, escribió en su Oda XI lo siguiente teniendo como interlocutora a Leuconoe, “la del espíritu sincero”:

No pretendas saber, pues no está permitido, / el fin que a ti y a mí, Leuconoe, / nos tienen asignados los dioses, / ni consultes los números Babilónicos. / Mejor será aceptar lo que venga, / ya sean muchos los inviernos que Júpiter /te conceda, o sea este el último, / el que ahora hace que el mar Tirreno / rompa contra los opuestos escollos. / Sé prudente, filtra el vino / y adapta al breve espacio de tu vida / una esperanza larga. / Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso. / Vive el día de hoy. Captúralo. / No te fíes del incierto mañana.

Esta expresión tan conocida, Carpe Diem, “vive el día”, o “aprovecha el momento”, al meditar en ella descubro que, como todas las cosas que tienen enjundia y meollo, posee diversos niveles de lectura. Lo que aquí exponemos está escrito desde uno de esos niveles.
Capturar el momento, vivir intensamente el presente... Ante esta idea-fuerza, que no por mil veces reiterada ha perdido su poder de evocación, es obvio que no podemos seguir soñando con “la realidad” confundiendo los deseos con lo que las cosas son en sí. En esa confusión viven los prisioneros de la caverna de Platón, los cuales, sin embargo, reaccionan cuando se percatan que están asumiendo como “real” aquello que tan solo es un reflejo, una ilusión, una sombra, la imagen interpuesta de una realidad que sí es la verdadera pues en ella está la fuente de la luz cenital que ilumina la oscuridad de la caverna. Pero es imposible explicar lo que esa realidad “es”, aunque sí puede conocerse siguiendo el rastro de su luz, a modo de eje o escala.

Realmente, “ser es conocer”. El “ser es lo que conoce”, lo que “comprehende”, pues no se trata únicamente de un conocer empírico, sino de un conocimiento interior que es el resultado de la identidad entre el conocer y lo conocido. La palabra “sabor” y “saber” tienen la misma raíz: sap, de donde sapientia, sabiduría. El “sabor” de un fruto lo identifica, y lo mismo sucede, por analogía, con el “saber” en el orden de las ideas y los principios metafísicos: necesitas “saborearlos”, “asimilarlos”, “comértelos”, como hace Juan Evangelista con el “Libro de la Vida” en un conocido grabado de Durero.

Esos principios son los alimentos nutricios de tu mente y de tu espíritu. Un conocimiento, pues, que comprehendes en cuerpo, alma y espíritu, triunidad que no puede disociarse pues está hecha a imagen y semejanza de la Unidad divina. “Aprovecha el momento” con todo lo que tú eres, no sólo con una parte sino con la totalidad de ti mismo. La doctrina metafísica nos dice que nada hay fuera de la Unidad, del Ser, que es eterno e infinito en su Principio (el No Ser), pero que al mismo tiempo es una luz en el Alma del Mundo que alumbra, crea y redime todo lo viviente. La vida como una perenne y sagrada epifanía.

Las imágenes interpuestas no pueden llenar la copa vacía de tu corazón. El plano más alto de Yetsirah sigue siendo Yetsirah, el “velo de maya”. Pensar lo contrario es limitar la inteligencia, o errar en el laberinto de lo “indefinido”. El “mundo de las formaciones” es un estado intrauterino, que ha de acabar de “conformarse”, de nacer, rompiendo el “techo” de los límites individuales para acceder a lo Universal, a lo ilimitado, que no es otra cosa que multiplicar por su propia potencia lo verdadero que hay en ti. La “multiplicación de los talentos”, o “de los panes y los peces”, también tiene que ver con esa universalidad, qué duda cabe.

Carpe Diem, aprovecha el día como si fuera el último y el primero de la creación. Retén el momento fugitivo, la oportunidad de “estar” y de “ser” en un presente siempre reiterado, esa “esperanza larga” a la que se refiere Horacio en su Oda. Ciertamente ningún momento puede ser más provechoso que vivirlo con la libertad que otorga el conocimiento de lo no-condicionado, o al menos “saber” que esa posibilidad metafísica puede ser actualizada en tu conciencia. Que ese conocimiento acabe siendo una realidad plena, y no un “supuesto soñado”, es sin duda el tesoro más preciado, el único que llevarás contigo cuando cruces el umbral definitivo. Francisco Ariza

lunes, 1 de enero de 2018

EL TRIPLE ROSTRO DEL TIEMPO


La Utopía es un espacio distinto, un mundo invisible situado en el eterno presente. Por eso debe proyectarse hacia el futuro, como algo a conseguir, o hacia el pasado: una edad feliz, el paraíso terrenal, la Tradición. En este último caso apoyada por razones que van de lo biológico a lo histórico y que la memoria atestigua. El mito del Origen, que es vertical, es decir que existe permanentemente y en simultaneidad, debe ser trasladado al pasado para ser comprendido en la sucesión. Igualmente el deseo y la voluntad de integrarse a él se proyectan en un futuro posible; tal la razón de la Utopía. (Federico González: Las Utopías Renacentistas, cap. IV).

El presente “siempre es”. El es “omnipresente” (como el Ser), pero no se le puede asir, o retener, como tampoco puede retenerse el “instante”. Si nos fijamos bien, el presente es en realidad un “no-tiempo” y sin embargo el tiempo fluye perennemente gracias a él. El presente es el origen del tiempo porque “siempre es”. Por eso mismo el presente es el centro o el “medio” del tiempo, entendiendo el tiempo en este caso no como una sucesión de ciclos que mueren y nacen a perpetuidad, sino como un flujo constante y absolutamente continuo.

El pasado y el futuro siempre estarán “antes” y “después” del presente, separándolos pero también uniéndolos, como puede apreciarse en esta figura cuzqueña de la Trinidad con que acompañamos esta nota, semejante al “triple rostro de Jano”, el cual siendo el dios del “triple tiempo”, pasado, presente y futuro, es también el “Señor de la Eternidad”. En efecto, tanto el pasado como el futuro se extienden indefinidamente hacia el tiempo pretérito (el rostro que mira a la izquierda), y hacia el tiempo “por venir” (el rostro que mira a la derecha), mientras que el presente (que mira al frente) permanece siempre inalterable, siendo la representación más apropiada del “eterno presente”.

El pasado y el futuro son como los dos polos del tiempo y el presente su constante conjugación, que es lo mismo que decir que en Dios, en el Ser Único, el pasado y el futuro coinciden “en simultaneidad”. Por el mismo motivo, el pasado, la Antigüedad, nunca han dejado de existir pues en verdad el tiempo es la “memoria” de Dios, que es también una facultad del alma humana, como son la voluntad y la inteligencia. El pasado convive en nuestra memoria, y se hace “presente” gracias a ella. Es por tanto un instrumento que el alma tiene para conocerse a sí misma, en suma para “recordar” su verdadera identidad.

Por eso, la memoria que se despierta en nosotros gracias a las enseñanzas de la Vía Simbólica y de la Tradición no es la que está vinculada a lo más inmediato y contingente, sino la que es parte constitutiva de una Sabiduría Perenne, así llamada porque subsiste en el tiempo a través del mito atemporal del Origen, y es “recordada” contemporáneamente por la “cadena de testificación tradicional”, cualquiera que esta sea, pues siempre estará vinculada a ese mismo Origen atemporal, y por tanto siempre presente.

El mito del Origen coexiste con el devenir del tiempo posibilitando así que el hombre pueda “liberarse” de la reincidencia en la “rueda del mundo”. De ahí que la “remembranza”, presentida en la conciencia, de un “lugar virgen” y sin historia, paradigma de la libertad y la felicidad (el Paraíso), sea el acicate que necesitamos para iniciar su búsqueda y realizarlo en el “por venir” de nuestra vida.

Esa realización en el “futuro” es obra de la voluntad, del libre albedrío, que quiere ser aquello que el alma conoce o que ha “recordado”, pues como hemos dicho en varias oportunidades conocer y recordar es lo mismo en el pensamiento de Platón, quien dejó dicho que el “tiempo es la imagen móvil de la eternidad”, o sea del “eterno presente”. La Utopía es el ingreso en la “Jerusalén Celeste”, en el “Paraíso futuro”, que “es ahora”, en el presente, y seguramente a esto se refiere Federico en otro lugar de su obra cuando afirma lúcidamente que la “utopía reúne el tiempo mítico [que es atemporal] en un espacio virtual [el centro del mundo]”.

Este es el verdadero “fin del tiempo”, y de la historia, incluida la “historia personal”, y entendiendo la palabra “fin” en dos de sus acepciones principales, que aquí coinciden plenamente: como un destino cumplido en lo humano y como una culminación vivida en el seno de la Providencia divina, es decir, y parafraseando a Federico, por la Inteligencia en íntimo contacto con la Sabiduría. Francisco Ariza

Nota: Sobre todo esto ver también René Guénon: La Gran Tríada, cap. XXII.