MISCELÁNEA DE PENSAMIENTOS HERMÉTICOS. Francisco Ariza

martes, 26 de febrero de 2019

SOBRE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA


La Historia, considerada como una ciencia de la Cosmogonía, tiene más que ver con la morfología de las formas vivas que con una estructura solidificada, o una sucesión de anécdotas más o menos ordenadas e interpretadas por el relato histórico, o mejor historiográfico en el sentido actual que se da a esta palabra, sustentado en un “método” o “técnica” que solo sirve para organizar datos e información, sin duda importantes desde un punto de vista, pero que obvia o no va al fondo de aquello que da sentido a la Historia y al Tiempo, donde acontece la vida del hombre, la naturaleza y el cosmos.

Una visión de la Historia como un “organismo dentro de un organismo mayor” abarcaría todo lo que el hombre ha podido y puede realizar en el acontecer de su existencia de acuerdo a los Arquetipos universales y a las Ideas eternas. Las culturas y las civilizaciones son la emanación de esos arquetipos pero reconocidos previamente en el hombre mediante los códigos y las estructuras simbólicas que los expresan. Es por eso que toda cultura o civilización ha sido siempre la obra de los hombres inspirados en una Cosmogonía o Filosofía Perenne, o sea en la obra realizada según los planes del Gran Arquitecto o Ser Universal.

Recordemos que una Filosofía de la Historia debe enfocar a esta como la búsqueda de un saber que está incluido en ella y que constituye su razón misma de ser. Esta concepción es sensiblemente distinta a la de aquellos pensadores y literatos que acuñaron precisamente esta expresión, “Filosofía de la Historia”, en el siglo XVIII y al calor de la Ilustración. Nos referimos concretamente a Voltaire y los enciclopedistas, en general imbuidos de un racionalismo y de unas ínfulas de superioridad que, visto lo visto después de más de doscientos años de la historia moderna, y conociendo lo que fueron y transmitieron las culturas y civilizaciones de la Antigüedad, la verdad es que tal soberbia no deja de producir cierta vergüenza ajena.

Aquellos “ilustrados”, y sus discípulos materialistas y positivistas del siglo XIX, confundían la Antigüedad con lo viejo y caduco demostrando así que habían cortado todo vínculo con la Tradición de sus ancestros, incluso con esos otros filósofos de la historia que, como J. B. Bossuet y G. Vico, se oponían frontalmente a las tesis racionalistas pues veían en ellas, en su exceso, una ruptura radical con el pasado. No en vano, estos dos historiadores del barroco se consideraban discípulos de Platón, de Tácito, de la patrística cristiana y de los humanistas del Renacimiento.

No negamos desde luego ciertos valores de la Ilustración, pues todo cambio de época trae consigo su “espíritu” –el “espíritu del tiempo”- que renueva ciertas estructuras mentales y sociales ya perimidas por haberse concluido su “ciclo histórico”. Pero, guiados por un cierto “adanismo”, y en vez de buscar la armonía entre la herencia del pasado y el presente (que es lo que siempre se hizo en cualquier civilización tradicional), la casi la totalidad de los llamados “ilustrados” acabaron por imponer sus ideas socavando así los cimientos sobre los que se apoyaban las ideas y principios que estaban, y siguen estando a pesar de todo, en la base misma de la tradición cultural, filosófica y metafísica de Occidente, atesorada y bendecida por los siglos, y cuya “médula substancial” ha sido vehiculada por la “Cadena Áurea”.

Los enciclopedistas fueron alumbrados por las “luces de la razón”, y elevaron esta facultad de la mente humana a la categoría de diosa (la “diosa Razón”) como piedra angular de todo el edificio de la modernidad que vendría seguidamente y como consecuencia lógica –y perversa- de esa “divinización”. Además, al adjudicar esa categoría a una facultad individual estaban asumiendo en realidad su ignorancia con respecto a la auténtica naturaleza supraindividual del mundo divino. Por otro lado, esas “luces” eran de muy corto alcance, como es la luz de la luna (relacionada con lo mental) con respecto a la luz del sol (relacionada con el espíritu), que es precisamente de donde el astro lunar recibe su luz refleja.

Si la palabra Filosofía significa “amor a la Sabiduría”, para nosotros una Filosofía de la Historia no es muy distinta de una Metafísica de la Historia: sería buscar en la Historia misma todo aquello que de una manera u otra nos descubra la presencia en el tiempo de la diosa Sabiduría y las potencias divinas emanadas de ella (la Inteligencia, la Justicia, la Belleza...), como rayos que han iluminado las épocas humanas, sometidas a los vaivenes de los ciclos y los ritmos del cosmos. La Filosofía de la Historia como un hilo de Ariadna que nos guíe por el laberinto del tiempo reconociendo en este la presencia de esa Sabiduría (a veces más evidente y otras más oculta) para no perdernos en la ingente multiplicidad de hechos y acontecimientos que constituyen sus meandros, y que nos hace alejarnos cada vez más de su centro.

Por otro lado, no hay que confundir una Filosofía o Metafísica de la Historia con la Historia de las Religiones, o sea como una descripción de las distintas expresiones de las culturas y las sociedades arcaicas y tradicionales (aunque esa descripción se haga respetando y conociendo sus estructuras sagradas), sino buscar la identidad común a todas ellas a través del conocimiento de sus ideas-fuerza esenciales, y “matriciales” por así decir, que conformaron su Cosmogonía o concepción del mundo.

En este sentido una Filosofía de la Historia incluye dentro de sí, necesariamente, el conocimiento de la Simbólica universal, es decir de los símbolos y mitos sagrados y fundamentales comunes a todos los pueblos de la tierra, pues como se ha dicho las estructuras culturales obedecen a patrones simbólicos que son la fijación o la concretización de lo que nuestros antepasados llamaron dioses, númenes o seres sobrenaturales.

Conocer esas estructuras y patrones simbólicos es, pues, penetrar en el “pensamiento” de las energías divinas y atraerlas hacia el alma humana de manera que la fecunden, siendo esto una forma todavía posible del rito mágico-teúrgico, el cual está precisamente en el origen de la Filosofía sin adjetivos, en sí misma, como una forma de la atracción de y hacia el Conocimiento. Francisco Ariza
* Esta nota forma parte de un trabajo más amplio titulado La Historia como ciencia de la Cosmogonía, de próxima aparición en la Biblioteca Hermética la Memoria de Calíope.

viernes, 22 de febrero de 2019

"MUSURGIA UNIVERSALIS", DE ATHANASIUS KIRCHER


En este grabado perteneciente a su obra Musurgia Universalis, el hermetista cristiano Athanasius Kircher (1602-1680) ha querido plasmar el origen celeste de la música y su repercusión en el alma humana, considerada como un instrumento musical que necesita ser afinado -perfeccionado- de acuerdo a los acordes emanados del diapasón divino. En la cosmovisión de Kircher, y en conformidad con otros maestros herméticos de su tiempo (Robert Fludd, Johannes Mylius, etc.), la articulación armónica de la Música Universal se expresa mediante el canto de los nueve coros angélicos situados en torno al Delta Luminoso, símbolo de la Triunidad ontológica y coronación de toda la Obra creacional, al mismo tiempo que “pasaje” a los estados metafísicos y supracósmicos.

Athanasius Kircher, "Musurgia Universalis", 1650.

Como en otras partes de su obra, Kircher está formulando aquí la idea de la Armonía de las Esferas como era concebida en la Edad Media y el Renacimiento, es decir como una síntesis entre la filosofía pitagórico-platónica y la tradición judeo-cristiana, nutrida esta última del pensamiento que Dionisio Areopagita vierte en Las Jerarquías Celestes, un tratado que en realidad versa sobre los estados superiores del ser desde la perspectiva cristiana, influida, en el caso de Dionisio, por Proclo, el gran intérprete de Platón. Un ejemplo de esa síntesis lo vemos precisamente en el número de esas jerarquías celestes, o angélicas, que son 9 al igual que las Musas, presentes en este grabado a través de Polimnia, la cual aparece en la parte inferior derecha del grabado, formando “pareja” con Pitágoras situado a la izquierda del mismo.

Podemos observar que en la banderola sostenida por lo que parece ser dos querubines está escrita una leyenda que alude a cuatro cánones distribuidos en esos nueve coros de ángeles, lo que da un total de 36 voces (9 x 4 = 36), conformando así el modelo polifónico por excelencia de la música occidental hasta el final del Renacimiento. Dicho modelo interpreta la melodía del Verbo o Logos original en cuatro compases o intervalos diferentes, dando lugar propiamente hablando a la Armonía de las Esferas, simbolizada por el globo celeste rodeado por la banda del Zodíaco.

Una figura femenina aparece encima del orbe coronada de laurel. Ella representa a la Música sosteniendo en sus manos la lira de Apolo –o de Orfeo- y la flauta de Pan, los dos instrumentos de cuerda y de viento, respectivamente, que acompañan las voces del canto celeste en la gestación de la Armonía Universal, concebida como la “arquitectura del logos” (es decir del Verbo), en palabras de Federico González, quien añade que:

la música es la manifestación de un gesto primigenio que se resuelve en canto y danza; es la irrupción del tiempo en un espacio arquetípico y la necesaria incorporación del movimiento que dinamiza la totalidad del ámbito vital” (Simbolismo y Arte, cap. VII).

En efecto, los coros angélicos del grabado de Kircher están graficando estas palabras de Federico, pues al tiempo que cantan ellos danzan en torno al centro arquetípico, que lo llena todo con el esplendor de su luz intangible, pero que se hace tangible a través del espacio (que “es la sutilísima luz” al decir de Proclo), el cual permite el movimiento y la danza como expresión de la cadencia o encadenamiento armónico de la Música del Mundo.

Pitágoras, a la izquierda de la imagen, señala con la mano derecha su famoso Teorema, donde se halla precisamente la “clave” numérica para determinar las distintas proporciones e intervalos de la cadencia musical, que el propio Pitágoras estableció utilizando el monocordio (literalmente “una cuerda”), cuya vibración dentro del diapasón divino hace posible vincular las cosas del cielo con las de la tierra. Esa clave numérico-musical en realidad se le revela a Pitágoras en los distintos sonidos producidos por los martillos en el yunque de una herrería, que aquí está ubicada en el interior de la tierra, representada como un útero o matriz donde cristalizan las energías más altas en forma de metales y piedras preciosas.

Sin embargo, Kircher dibuja no una cueva, sino más bien la forma de una oreja, indicando así que la Tierra es un ser vivo que tiene en su interior oídos capaces de captar las vibraciones armónicas de la Música del Cosmos, y de reproducirlas, exactamente igual que el ser humano, o sea el Microcosmos. Recordemos que Kircher empleó la palabra Geocosmos para referirse precisamente a la Tierra como un orden incrustado dentro del Orden Universal, que no es otro que el Macrocosmos.

La Magia Natural y la Teúrgia se basan en estas correspondencias entre los planos sutiles y corpóreos del cosmos. Es lo que está indicando el mismo Pitágoras cuando con su mano izquierda señala el interior de la tierra, estableciendo con ello una relación entre los tres mundos: el celeste, el terrestre y el subterráneo, es decir entre “lo de arriba y lo de abajo”. A nuestro entender la “Musurgia Universalis” de Kircher se fundamenta en esa inteligente y reveladora combinación entre la ciencia de Pitágoras y el arte de las Musas, representadas aquí por Polimnia, la bella de “la danza y los cantos sagrados”. Francisco Ariza

https://www.franciscoariza.com/index.html



miércoles, 6 de febrero de 2019

"PERDERSE PARA ENCONTRARSE". EN TORNO AL SÍMBOLO DE LA RUEDA


Estas palabras son el fruto de una meditación en la última entrega del primer capítulo de mi libro dedicado a la obra de Federico González, y que me nace compartir con todos vosotros. Quienes habéis seguido estas entregas sabréis que este primer capítulo está dedicado enteramente al estudio de su libro El Simbolismo de la Rueda.

La cosmogonía, el arte, la cultura, la historia, la ciencia sagrada y la metafísica que Federico González ha expuesto en su obra, y concretamente en El Simbolismo de la Rueda, es un testimonio vivo y actual de esa larga cadena de testificación tradicional que ha vehiculado la enseñanza del Conocimiento, de la Gnosis, a lo largo de los siglos. La clave de esa enseñanza no es otra que el símbolo, palabra que alude a la re-unión de dos partes que son análogas y se corresponden entre sí.

La conocida fórmula de la Tabla de Esmeralda hermética: “lo de abajo es como lo de arriba, y lo de arriba como lo de abajo, para realizar el milagro de una cosa única”, es tal vez la mejor definición de lo que es la función del símbolo, que por otro lado expresa perfectamente la figura geométrica de la “Estrella de David”, también conocida como “Sello de Salomón”.

“Uno es lo que conoce”, y en la búsqueda de nuestra identidad el símbolo y sus códigos son el soporte que facilita el encuentro entre el sujeto que conoce y el objeto de su conocer, dando como resultado el Conocimiento mismo, “deleite de la divina Sabiduría”, al decir de Marsilio Ficino.

Federico González nos propone la Vía Simbólica como eje de esa enseñanza, transmitida en su obra fundamentalmente a través de los códigos de la Tradición Hermética y la investigación en la cosmogonía y el arte de las distintas culturas y tradiciones sagradas. En definitiva, la Simbólica como la vía que nos aboca a la vivencia plena de esa utopía del Espíritu propuesta por todas las gnosis, y que ha sido llamada Tradición Primordial, que en nada es distinta del propio Conocimiento.

Se ha dicho que Federico González es un “Hércules de nuestro tiempo”, sugiriendo con ello la enorme gesta heroica que significa revivificar y comunicar la esencia de esa Tradición primigenia en una época tan oscura, espiritual e intelectualmente hablando, como la nuestra. Así es la naturaleza del ave Fénix, que renace permanentemente de sus cenizas para ser una luz que alumbra en las tinieblas de quien vive la experiencia íntima del Amor a la Sabiduría, que es lo que distingue hoy, como ayer y siempre, a los verdaderos filósofos y adeptos herméticos de los simples diletantes.

Con frecuencia se olvida que la Tradición es sobre todo la transmisión de una influencia espiritual, concebida como una “luz” que nos va ordenando interiormente, proceso que conlleva necesariamente la disolución de las viejas y anquilosadas estructuras mentales para abrirnos a otras perspectivas y posibilidades más universales, y por ello más auténticas pues no dependen ya de reflejo especular alguno. Aunque no sea imprescindible, el estudio del símbolo ayuda y contribuye a hacer efectiva la acción de la influencia espiritual. De su comprensión dependerá en gran parte la purificación y transmutación de nuestra mente, devolviéndole su “virginidad” original para que la idea que el símbolo revela se plasme en ella sin interferencia psicológica alguna.

La Tradición siempre deja un hilo suelto, y un rastro que es la huella de la propia Sabiduría en este mundo. Agarra ese hilo, como hizo Teseo (otro héroe mítico) para no perderte en los meandros del laberinto del Minotauro. Aunque a veces no tienes más remedio que perderte, pues esta es la única manera de darte cuenta de lo que realmente has perdido, y que por tanto no tienes más remedio que recuperar. “Perderse para encontrarse” ha dicho muchas veces Federico González evocando las palabras del Evangelio. Pero ese impulso que te lleva nuevamente a encontrar el hilo ha de venir de un “gesto” nacido de la “voluntad de ser”, o sea de una acción del “azufre interno” -del dios que hay en ti-[1] sobre el mercurio volátil para fijarlo en tu conciencia, “fijación” que es una forma de “reunir lo disperso”.

El Espíritu, el Ser, la Unidad, está siempre presente en el corazón del hombre. El origen y el destino del viaje hacia el Conocimiento coinciden, de lo que resulta que en verdad nunca hemos “salido” de nosotros mismos, y el laberinto era propiamente el de nuestras dudas, el de nuestra falta de fe, en definitiva.

El Conocimiento no se adquiere, como tampoco se “posee”, sino que te das cuenta de que “tú ya eres eso”, pues como decíamos el ser no es distinto de lo que conoce. De ahí que Platón hablara de “recordar” cuando se refería a conocer. Y por eso la memoria, que es el nombre de una diosa, es también uno de los motores de la transmutación.

Pues, en efecto, todo este engranaje de ideas que se tejen entre sí para conformar el “cuerpo” de la Inteligencia universal, que es el Orden cósmico, o Dharma, tiene que ver con la transmutación alquímica, es decir con el “fuego de rota”, como decían los alquimistas medievales y renacentistas para referirse a la naturaleza “operativa” de la Rueda.[2] La Rota Mundi es un modelo de la Cosmogonía y en este sentido es idéntica al Liber Mundi de que hablaban los antiguos rosa-cruces, que no es distinto del Libro de la Vida.

Es por eso que el viaje del Conocimiento nadie puede hacerlo por uno. En eso consiste precisamente la iniciación: en iniciar un camino que está ante tus pies, como dice el Tao-Te-King, y solo tienes que seguir por sus senderos, llamados los “senderos de la Sabiduría” en las enseñanzas del Árbol de la Vida cabalístico, un modelo muy presente en la obra de Federico González, como saben todos los que la han leído y estudiado. De la “periferia al centro de la Rueda”, o de Malkhuth a Kether, donde mora la Deidad, que sin embargo está ausente de su propio acto creador pues no participa del “movimiento” de la Rota Mundi.
El símbolo de la Rueda también nos pone frente a esta paradoja, quizá la más grande con la que nos encontraremos en nuestro viaje: que el Ser, la Unidad, está inmanente en la Creación y al mismo tiempo la trasciende. Es un misterio que late ya en las propias palabras de Jesús antes del sumo sacrificio: “Padre, ¿por qué me has abandonado”.

El Ser “Es” y “No Es”, simultáneamente. Y sin embargo en la resolución de esa paradoja, o sea en la íntima e inseparable “unión” del Ser y del No Ser, se encuentra la total y absoluta liberación de cualquier condicionamiento, incluso el que puede venir del amor al Conocimiento, pues en esas altas instancias metafísicas de la Suprema Identidad el estado en que se vive es lo más parecido a lo que Nicolás de Cusa definió, con su gran capacidad de síntesis, como la “docta ignorancia”. Francisco Ariza
Notas
[1] Recordemos que la palabra azufre viene del griego “zeion”, que quiere decir divino. A esto se refería seguramente Platón cuando por boca de Sócrates habla de que la fuerza que impulsa al que quiere conocer es idéntica a la que puede ejercer un dios sobre él.

[2] En este sentido, no es por casualidad que la palabra chakra, centro de energía del “cuerpo sutil” vinculado con la transmutación, signifique precisamente ‘rueda’.

viernes, 1 de febrero de 2019

SOBRE LA PALABRA "ADEPTO"


En la Nota Preliminar que hice al texto “La Mujer-Sabiduría en Dante y los Fieles de Amor” de Luigi Valli, puse una cita de René Guénon en la que se aludía al “adepto” como aquella persona que había alcanzado un alto grado o estado espiritual, que es la significación que él siempre le dio en los libros donde trató el tema de la iniciación. Esta cita venía a propósito de los “abusos” que se hacían y se siguen haciendo de este término, donde muchos pueden autodenominarse “adeptos”, o “adeptos herméticos”, por el simple hecho de haber leído un par de libros sobre la iniciación, cuando ni tan siquiera siguen una Tradición o vía de Conocimiento. En caso contrario, o sea en caso de seguir esa vía de Conocimiento, sí tendría sentido el empleo de la palabra adepto, que puede tener varias acepciones o lecturas, como símbolo que es en realidad.

Evidentemente, la más elevada es la que le da Guénon, y a ella nos acogimos en ese momento teniendo en cuenta el contexto de lo que se estábamos diciendo en la Nota Preliminar. Pero con esto no obviábamos esas otras lecturas, y ni mucho menos las negábamos, lecturas que derivarían justamente de ese significado más elevado, como es propio de una estructura que, como toda vía iniciática, está articulada a imagen de la arquitectura cósmica, en el vértice de la cual mora el Ser Único, o Gran Arquitecto del Universo, en Sí Mismo inmanifestado.

“Adepto” sería entonces todo aquel que se entrega por entero a aquello que va comprendiendo y asimilando dentro de la vía de Conocimiento, y hace que su vida sea coherente con ello por su propia efectividad, o sea por su capacidad real, y no imaginaría, de transmutarla por el fuego sutil del Amor a la Sabiduría. Es estar “unido”, “adherido”, “incorporado” o “ligado” a ese Conocimiento mismo, vehiculado por una Tradición verdadera.

Sería pues esa “ligazón” lo que los hace “aptos”, es decir “cualificados”, para recibir en sus corazones la recepción de la influencia espiritual-intelectual, imprescindible para alcanzar ese estado interior que es el centro de su ser, donde no “hay acepción de personas”, y donde todos seremos “consumados en la Unidad”. Francisco Ariza 
https://franciscoariza.blogspot.com/