MISCELÁNEA DE PENSAMIENTOS HERMÉTICOS. Francisco Ariza

lunes, 30 de septiembre de 2019

LA "TIERRA PROMETIDA"

Jacob Boehme. Esfera Filosófica, 1682


Lo primero que experimentamos cuando comprendemos una idea-fuerza, que es una clave del misterio del mundo, es la percepción de acceder a un orden que nos preexiste, que siempre ha estado ahí, pero cuya “estructura” no tiene una forma definida, o más bien diríamos que contiene todas las formas en potencia, pues es lo más parecido a una esfera diáfana y cristalina (como una "pompa de jabón"), o a los círculos ondulatorios del sonido expandiéndose por el éter o por la superficie serena de las aguas, por utilizar unas imágenes que, por su tenue liviandad, quizás expresan mejor que ninguna otra lo que serían los prototipos o modelos de los que devienen todas las formas, ya fuesen mentales o físicas, siendo ellos, en sí mismos, sin forma.

Ese orden sin formas, es decir “informal”, es lo que en la Cábala se denomina “mundo de Beriyah”, al que se accede tras el "pasaje" por el laberinto de Yetsirah, el mundo de las "formaciones" psíquicas antes de que estas se concreten en sus cualidades sensibles dando lugar al mundo corpóreo, que la Cábala denomina Assiyah. Este es el motivo, precisamente, de por qué el "viaje iniciático" se realiza en sentido contrario al proceso de manifestación, pues de la realidad corporal se pasa al mundo de las formaciones sutiles y de estas al de los prototipos informales, que son, a su vez, la emanación directa del Mundo Inteligible de los Arquetipos y de las Ideas Puras, llamado de Atsiluth, palabra que recordaremos quiere decir tanto "emanación" como "proximidad", lo cual es para meditar detenidamente, pues lo que desde un punto de vista nos parece lo más lejano o inaccesible, es en realidad lo más "cercano". Aquella expresión tan conocida de que "Dios está más cerca de ti que tu propia yugular" cobra aquí pleno sentido, y nos habla de la extraordinaria didáctica de la Ciencia Sagrada. 

Pero antes de alcanzar esas cimas "tan próximas", hemos de llegar a Beriyah, paso intermedio imprescindible donde se vivirá la plenitud del estado humano, o sea la “Tierra Prometida”, un mundo nuevo sin dimensiones ni limitaciones pues constituye la parte superior del Alma Universal, iluminada por la luz axial de un Sol inmutable, que no es otro que el Corazón del Mundo (la sefirah Tifereth), la fuente de donde brota el ritmo que infunde la vida a todas las criaturas manifestadas, ya sean sutiles o corporales. En este sentido, el grabado de Jacob Boehme de más arriba y con el que ilustramos estos pensamientos, expresa precisamente esta idea. Beriyah es un mundo todavía inexplorado y virginal, aunque presentido, pues en algún momento del tiempo inconmensurable nuestra alma estuvo allí, contemplando los orígenes perennes de la Creación y a las criaturas angélicas, o dioses demiúrgicos, colaborando con el Sumo Arquitecto en esa Obra Magna que es la génesis del Mundo, la cual constituye el modelo de todo proceso hermético e iniciático, proceso que no es otra cosa que el "reconocimiento" de esa realidad en nuestra conciencia, coadyuvando así a su universalización. (1)

Esa memoria permanece viva en nuestra alma y por eso siempre existe la posibilidad de actualizarla, y este es fundamentalmente el papel asignado a los símbolos sagrados, cuyo conocimiento tiene la virtualidad de “afinar” nuestra capacidad de comprender, de presentir o de intuir, intelectual y espiritualmente hablando, aquello que la mente racional no puede por sus propias limitaciones. Esa "intuición" es también una "audición", la audición metafísica, la que permite escuchar las "armonías secretas" que vinculan a todos lo seres creados, y a la Creación misma, con su Principio Increado.

La remembranza de esas realidades superiores es quizás el único anclaje que tenemos para no quedar completamente perdidos en las “aguas inferiores” del mundo yetsirático, sometido al "poderoso influjo lunar", y en donde los cambios y las multiplicidades que ellos generan son lo único permanente.

Precisamente, en los textos evangélicos se aconseja no acumular tesoros en la tierra, donde se apolillan, sino acumularlos en el cielo, donde ni se apolillan ni hay ladrón que pueda robarlos, y concluye diciendo que allí donde esté nuestro tesoro estará también nuestro corazón. En el caso de los tesoros "terrestres" no se trata tanto de las riquezas materiales como de las adherencias y ataduras psíquicas contraídas por el contacto con el mundo profano, y que impiden la permeabilidad y comunicación entre todos los estados del ser. Este es el sentido iniciático de esa otra parábola que enseña que es más fácil que un camello pase por el "ojo de una aguja" que un "rico" entre en la Ciudad Celeste.

Vaciarse de todo eso es imprescindible para que el Intelecto haga “acto de presencia” y llene ese vacío con su verbo inaudible, o ilumine con su luz intangible esa “noche oscura del alma”. Fecundada por el Espíritu, esta se reconocerá de nuevo a sí misma en un mundo significativo y formando parte de la Armonía del Concierto Universal. Francisco Ariza

(1) Para algunos Beriyah es la meta a conseguir, para otros sin embargo el lugar imprescindible para realizar la travesía por las aguas superiores y adentrarse en los abismos desconocidos de Atsiluth, morada del Ser o de la Tri-unidad divina, a quien entregarás esa plenitud de tu individualidad, es decir tu “yo” (que nada tiene que ver con el "ego", y que no es distinto del Sí Mismo), en un supremo "acto sacrificial" en el que simultáneamente serás el sacrificador y la víctima.

jueves, 12 de septiembre de 2019

SOBRE LA TRADICIÓN UNÁNIME. ACERCA DE UN VERSÍCULO DEL APOCALIPSIS DE JUAN

La idea de “comer” y de “sabor” ligada con la Sabiduría a la que aludíamos en la nota anterior sobre la Tradición Unánime, evoca el episodio del Apocalipsis donde precisamente Juan Evangelista “come” el libro que le ofrece el ángel, sobre cuya cabeza estaba “el arco iris, y su rostro era como el sol, y sus piernas como columnas de fuego”:


Fuime hacia el ángel diciendo que me diese el libro. Él me respondió: “Toma y cómelo, y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel. Tomé el libro de mano del ángel y me puse a comerlo, y era en mi boca como miel dulce, pero cuando lo hube comido sentí amargadas mis entrañas. Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones, a las lenguas y a los reyes numerosos. (Apocalipsis, 10, 9-11).

San Juan comiendo el libro que le ofrece el ángel. Grabado de Alberto Durero

Este versículo se presta a distintas interpretaciones, todas ellas concordantes entre sí, como ocurre con muchos símbolos, y es evidente que estamos ante un símbolo, o conjunto de símbolos, que revelan elementos de la Enseñanza tradicional que no pertenecen solo al Cristianismo, aunque naturalmente la “forma” de expresarse sea la de este. Gracias precisamente a su alcance universal y metafísico dichas palabras pueden ser trasladadas al núcleo de otras tradiciones, en donde tendrían el mismo significado.

Por ejemplo, la expresión “toma y cómelo” se refiere claramente a la idea de trasmisión y recepción, lo cual define a la Tradición como tal, pues no puede haber transmisión sin recepción y posterior “asimilación” de lo que se recibe, que son ideas y principios que al “descender” sobre la individualidad humana dan lugar a la “conciencia del yo” (que la tradición hindú denomina ahankara, la modalidad individualizada de Buddhi, el Intelecto superior), y de donde deriva manas, el pensamiento propiamente humano igualmente individualizado, para desembocar finalmente en las envolturas substanciales y opacas de la carne y del cuerpo. Si este “asimila” los alimentos físicos, el alma “asimila” las ideas del Mundo inteligible.

Este “encadenamiento” vertical que vincula entre sí a todos los estados de un ser permite establecer las analogías y las correspondencias entre dichos estados, conformando finalmente todos ellos una unidad, la de ese ser mismo considerado en su totalidad: en cuerpo, alma y espíritu. Esta tríada, que constituye un ser completo como decimos, se corresponde y es exactamente análoga al Cuerpo, al Alma y al Espíritu Universal. Así pues, no hay ningún elemento en esa individualidad que no dependa en un grado u otro de sus principios y arquetipos universales, sin los cuales no existiría.

Precisamente, Buddhi, el Intelecto superior, es concebido como un “rayo luminoso” emanado directamente del Espíritu Universal (Atmâ). Buddhi sería entonces el vínculo entre el Espíritu y la individualidad, y a este respecto René Guénon señala (cap. VII de El Hombre y su devenir según el Vedanta) que Buddhi no “carece de relaciones con el Logos alejandrino”, esto es: con el Noûs Demiurgo, quien “ha creado el mundo entero no con las manos, sino por la palabra” (es decir por su Logos, Verbo o Intelecto) como leemos en el Corpus Hermeticum. Entonces, lo que le entrega el ángel a Juan, y lo que este “come” o “asimila” del Libro es precisamente esa Palabra, o Verbo generador, que también es Luz y Vida. Seguidamente, el ángel dice:

amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel.

y Juan continúa:

Tomé el libro de mano del ángel y me puse a comerlo, y era en mi boca como miel dulce, pero cuando lo hube comido sentí amargadas mis entrañas.

El libro es dulce como la miel en la boca del apóstol porque su voluntad humana se ha hecho una con la Voluntad del Espíritu, pero al decir a continuación que le “sentí amargadas mis entrañas” Juan nos está advirtiendo que si nuestra voluntad no está en comunión con la Voluntad del Altísimo, el libro se volverá amargo en nuestras entrañas.

Es bastante notable esta advertencia de Juan escrita en el Apocalipsis, el texto que cierra el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en donde se habla del “fin de los tiempos” y del “descenso” de la Jerusalén Celeste sobre la Tierra y el corazón del hombre, dando inicio al siguiente Manvantara o ciclo de una nueva humanidad, acontecimiento no solo humano y terrestre sino cósmico también, y que Juan describe con las siguiente palabras: “Y habrá un nuevo Cielo y una nueva Tierra”; tiempos de esperanza los nuestros, pero también de gran tribulación, en los que incluso muchos de los “elegidos” serán engañados, mostrándose así una debilidad espiritual en quienes han sido preparados para ser la simiente del “ciclo futuro”. El apóstol, en su visión profética, nos advierte de esta realidad, que está sucediendo ahora y sólo hay que tener “ojos para ver” y “oídos para oír”.

En este sentido, las entrañas aluden a lo más “entrañable” de lo humano, y que estas se “amarguen” significa que la voluntad del hombre se ha escindido de la Voluntad divina, cortándose así los canales por donde manan las aguas superiores hacia los mundos inferiores, aguas representadas por el arco iris, símbolo de la unión entre el Cielo y la Tierra. En un versículo de su Evangelio (el 7, 38) Juan nos da la clave para restablecer nuevamente esa “comunicación”, y narra un episodio que transcurrió durante la fiesta de los Tabernáculos:

En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.

Esa “creencia” desde luego nada tiene que ver con la adhesión a un personaje histórico, pues se trata del propio “Verbo encarnado”, que es al mismo tiempo “el Hijo del Hombre” y el “Hijo del Dios Vivo”. Esto mismo está implícito en Enmanuel, que es uno de los nombres que recibe Cristo al nacer y que significa: “Dios en nosotros”. Este sería el sentido más elevado contenido en la propia idea de Tradición Primordial, la cual existe precisamente por una emanación de ese Principio metafísico, que se “encarna” en lo humano porque en el hombre está esa posibilidad, dotándole de la trascendencia necesaria para superar la condición de un estado del ser, para “nacer” en el Espíritu. “El que cree en mí, como dice la Escritura (o la Tradición revelada), de su interior correrán ríos de agua viva”.

Esto último evoca aquellas palabras escritas por el propio Juan en su Evangelio en las que se relata el episodio del encuentro de Cristo con Nicodemo, que era miembro del Sanedrín y uno de sus discípulos secretos: “Hay que nacer de arriba”, señalándole a continuación que

el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene, ni a dónde va. Así es todo aquel que es nacido del Espíritu. (Juan 3, 3-8).

Ese nacimiento en el Espíritu otorga el “don de lenguas”, que es a lo que se refiere justamente el último párrafo de la cita que hemos escogido del Apocalipsis:

Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones, a las lenguas y a los reyes numerosos.

El “don de lenguas” caracteriza a quienes, como Juan y otros apóstoles (su hermano Santiago, por ejemplo), han superado las formas tradicionales y beben de la fuente de la “eterna juventud”, que es una forma de denominar a la propia Tradición Primordial, o Tradición Unánime. O dicho de otra manera, que pueden adoptar cualquiera de esas formas para transmitir la Enseñanza cosmogónica y metafísica (“dulce como miel en la boca”), cuya esencia se les ha revelado a través de un intenso trabajo consigo mismos guiados por una Enseñanza emanada del “Corazón del Mundo”, y que tiene su expresión más preclara en el símbolo sagrado y sus códigos de conocimiento vehiculados por la “cadena de transmisión iniciática”. Por eso, a quienes son verdaderos “hermanos en el Espíritu” ninguna de las lenguas para transmitir dicha Enseñanza les es ajena, pues han penetrado en la esencia de todas ellas, en esa “santa simiente” de que habla el Zohar y los textos sapienciales de todas las tradiciones.

En este sentido, el “don de lenguas” ha de interpretarse también como la capacidad para hacer entender la Ciencia Sagrada a la mentalidad de los hombres y mujeres hacia los que ella va dirigida, y en cualquier tiempo y lugar, lo cual es otra de las características de la Tradición Unánime, pues como en algún momento señaló Federico González: “la revelación siempre es coetánea con el tiempo”.

No es, pues, la Verdad la que se ha ocultado a la mirada y al pensamiento de los hombres, sino a la inversa. La Verdad siempre ha estado ahí, ante nosotros, a veces en las encrucijadas de los caminos de la vida. Esto es lo que no entendió Poncio Pilatos, quien tras “lavarse las manos” le pregunta a Jesús el Cristo qué era la Verdad, ignorando que la tenía enfrente de él; en aquel que con su verbo daba testimonio de ella y con la que resucitaba a los muertos, y que además dejó dicho: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan 18, 37), expresión que vale igualmente para la función que ha cumplido y cumple la Tradición Unánime en el extenso devenir de la historia humana. Francisco Ariza 
Este artículo ha sido ampliado en la siguiente dirección:  https://franciscoariza.blogspot.com/2022/06/la-sabiduria-como-alimento-del-alma.html

miércoles, 4 de septiembre de 2019

SOBRE LA TRADICIÓN UNÁNIME


El meollo de lo que diremos a continuación, y en la siguiente entrega, seguramente ya lo hemos expuesto en varias ocasiones, pero siempre va bien recordar la vigencia de una Tradición Unánime, o Tradición Primordial, que se halla “unánimemente” en todas las formas tradicionales que han existido a lo largo de la Historia y en las que todavía existen, no exentas, sin embargo, del ocaso espiritual que vivimos en este tiempo, muy certeramente definido como “liquido”.

Pero esto es debido a la coyuntura temporal de un gran ciclo que se agota, y no afecta para nada a la esencia de la Tradición Unánime, a la que hemos de reconocer como presente en el núcleo de cada tradición particular, reconocimiento que, entre otras cosas, nos libra de caer en cristalizaciones dogmáticas, exclusivistas y fanáticas, propias de las religiones y exoterismos monoteístas en su degradación actual, en las que caen muchas veces personas que habiendo recibido una transmisión de carácter iniciático y esotérico no han podido superar el nivel literal del símbolo y del rito, que son en suma los vehículos y soportes de dicha transmisión, y que posibilitan el ascenso por el Eje del Mundo, o del Árbol de la Vida que está plantado en el centro de nuestro ser, aunque a veces no seamos muy conscientes de ello.

La Tradición Unánime se identifica con el propio Conocimiento, el cual no solo se limita a la Cosmogonía y a la Tri-unidad de los principios ontológicos, es decir al Ser, sino que abarca a los estados incondicionados, supracósmicos y auténticamente metafísicos. Y si hemos de hablar del “fruto” obtenido por ese Conocimiento este no sería otro que la Sabiduría, cuya raíz más íntima, y supraesencial podríamos decir, se nutre efectivamente de la “luminosa oscuridad” del No Ser (En Soph en la Cábala). A esa “luminosa oscuridad” alude Salomón al comienzo del Cantar de los Cantares cuando pone las siguientes palabras en boca de la Sulamita, imagen de la Sabiduría: “Soy morena, pero hermosa…”.

El comer de ese fruto quizás no otorgue la felicidad (tan relativa como cualquier otro estado de ánimo, pese a que durante el Imperio los romanos la considerasen un numen, felicitas, ligado con la “buena suerte”), pero sí puede dar la Libertad, con mayúsculas. El consejo de Pico de la Mirandola en su Discurso sobre la Dignidad del Hombre (del que hablamos en la Nota anterior) de poder elegir, en nuestro libre albedrío, la parte divina de nuestra naturaleza, tiene como fin último lograr esa Libertad, verdaderamente incondicional:

recogido en el centro de su unidad, hecho un espíritu con Dios, introducido en la misteriosa soledad del Padre…”.

Todo lo contrario de comer del Árbol de la Ciencia, o del Bien y del Mal, dual por definición, y que inevitablemente nos expulsa del centro de nuestro ser al maravillarnos con los “frutos de la Creación”, y no con sus principios, que también pueden ser “comidos”, y en este punto hemos de añadir que la raíz de la palabra “sabor”, sap, es la misma de “saber”, sapere, de ahí sapiencia, es decir sabiduría.[1] (Continúa). Francisco Ariza


[1] Sobre el sabor en relación con la sabiduría, ver la última nota a pie de página del capítulo IX de El Hombre y su devenir según el Vedanta, de René Guénon.