MISCELÁNEA DE PENSAMIENTOS HERMÉTICOS. Francisco Ariza

jueves, 12 de septiembre de 2019

SOBRE LA TRADICIÓN UNÁNIME. ACERCA DE UN VERSÍCULO DEL APOCALIPSIS DE JUAN

La idea de “comer” y de “sabor” ligada con la Sabiduría a la que aludíamos en la nota anterior sobre la Tradición Unánime, evoca el episodio del Apocalipsis donde precisamente Juan Evangelista “come” el libro que le ofrece el ángel, sobre cuya cabeza estaba “el arco iris, y su rostro era como el sol, y sus piernas como columnas de fuego”:


Fuime hacia el ángel diciendo que me diese el libro. Él me respondió: “Toma y cómelo, y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel. Tomé el libro de mano del ángel y me puse a comerlo, y era en mi boca como miel dulce, pero cuando lo hube comido sentí amargadas mis entrañas. Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones, a las lenguas y a los reyes numerosos. (Apocalipsis, 10, 9-11).

San Juan comiendo el libro que le ofrece el ángel. Grabado de Alberto Durero

Este versículo se presta a distintas interpretaciones, todas ellas concordantes entre sí, como ocurre con muchos símbolos, y es evidente que estamos ante un símbolo, o conjunto de símbolos, que revelan elementos de la Enseñanza tradicional que no pertenecen solo al Cristianismo, aunque naturalmente la “forma” de expresarse sea la de este. Gracias precisamente a su alcance universal y metafísico dichas palabras pueden ser trasladadas al núcleo de otras tradiciones, en donde tendrían el mismo significado.

Por ejemplo, la expresión “toma y cómelo” se refiere claramente a la idea de trasmisión y recepción, lo cual define a la Tradición como tal, pues no puede haber transmisión sin recepción y posterior “asimilación” de lo que se recibe, que son ideas y principios que al “descender” sobre la individualidad humana dan lugar a la “conciencia del yo” (que la tradición hindú denomina ahankara, la modalidad individualizada de Buddhi, el Intelecto superior), y de donde deriva manas, el pensamiento propiamente humano igualmente individualizado, para desembocar finalmente en las envolturas substanciales y opacas de la carne y del cuerpo. Si este “asimila” los alimentos físicos, el alma “asimila” las ideas del Mundo inteligible.

Este “encadenamiento” vertical que vincula entre sí a todos los estados de un ser permite establecer las analogías y las correspondencias entre dichos estados, conformando finalmente todos ellos una unidad, la de ese ser mismo considerado en su totalidad: en cuerpo, alma y espíritu. Esta tríada, que constituye un ser completo como decimos, se corresponde y es exactamente análoga al Cuerpo, al Alma y al Espíritu Universal. Así pues, no hay ningún elemento en esa individualidad que no dependa en un grado u otro de sus principios y arquetipos universales, sin los cuales no existiría.

Precisamente, Buddhi, el Intelecto superior, es concebido como un “rayo luminoso” emanado directamente del Espíritu Universal (Atmâ). Buddhi sería entonces el vínculo entre el Espíritu y la individualidad, y a este respecto René Guénon señala (cap. VII de El Hombre y su devenir según el Vedanta) que Buddhi no “carece de relaciones con el Logos alejandrino”, esto es: con el Noûs Demiurgo, quien “ha creado el mundo entero no con las manos, sino por la palabra” (es decir por su Logos, Verbo o Intelecto) como leemos en el Corpus Hermeticum. Entonces, lo que le entrega el ángel a Juan, y lo que este “come” o “asimila” del Libro es precisamente esa Palabra, o Verbo generador, que también es Luz y Vida. Seguidamente, el ángel dice:

amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel.

y Juan continúa:

Tomé el libro de mano del ángel y me puse a comerlo, y era en mi boca como miel dulce, pero cuando lo hube comido sentí amargadas mis entrañas.

El libro es dulce como la miel en la boca del apóstol porque su voluntad humana se ha hecho una con la Voluntad del Espíritu, pero al decir a continuación que le “sentí amargadas mis entrañas” Juan nos está advirtiendo que si nuestra voluntad no está en comunión con la Voluntad del Altísimo, el libro se volverá amargo en nuestras entrañas.

Es bastante notable esta advertencia de Juan escrita en el Apocalipsis, el texto que cierra el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en donde se habla del “fin de los tiempos” y del “descenso” de la Jerusalén Celeste sobre la Tierra y el corazón del hombre, dando inicio al siguiente Manvantara o ciclo de una nueva humanidad, acontecimiento no solo humano y terrestre sino cósmico también, y que Juan describe con las siguiente palabras: “Y habrá un nuevo Cielo y una nueva Tierra”; tiempos de esperanza los nuestros, pero también de gran tribulación, en los que incluso muchos de los “elegidos” serán engañados, mostrándose así una debilidad espiritual en quienes han sido preparados para ser la simiente del “ciclo futuro”. El apóstol, en su visión profética, nos advierte de esta realidad, que está sucediendo ahora y sólo hay que tener “ojos para ver” y “oídos para oír”.

En este sentido, las entrañas aluden a lo más “entrañable” de lo humano, y que estas se “amarguen” significa que la voluntad del hombre se ha escindido de la Voluntad divina, cortándose así los canales por donde manan las aguas superiores hacia los mundos inferiores, aguas representadas por el arco iris, símbolo de la unión entre el Cielo y la Tierra. En un versículo de su Evangelio (el 7, 38) Juan nos da la clave para restablecer nuevamente esa “comunicación”, y narra un episodio que transcurrió durante la fiesta de los Tabernáculos:

En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.

Esa “creencia” desde luego nada tiene que ver con la adhesión a un personaje histórico, pues se trata del propio “Verbo encarnado”, que es al mismo tiempo “el Hijo del Hombre” y el “Hijo del Dios Vivo”. Esto mismo está implícito en Enmanuel, que es uno de los nombres que recibe Cristo al nacer y que significa: “Dios en nosotros”. Este sería el sentido más elevado contenido en la propia idea de Tradición Primordial, la cual existe precisamente por una emanación de ese Principio metafísico, que se “encarna” en lo humano porque en el hombre está esa posibilidad, dotándole de la trascendencia necesaria para superar la condición de un estado del ser, para “nacer” en el Espíritu. “El que cree en mí, como dice la Escritura (o la Tradición revelada), de su interior correrán ríos de agua viva”.

Esto último evoca aquellas palabras escritas por el propio Juan en su Evangelio en las que se relata el episodio del encuentro de Cristo con Nicodemo, que era miembro del Sanedrín y uno de sus discípulos secretos: “Hay que nacer de arriba”, señalándole a continuación que

el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene, ni a dónde va. Así es todo aquel que es nacido del Espíritu. (Juan 3, 3-8).

Ese nacimiento en el Espíritu otorga el “don de lenguas”, que es a lo que se refiere justamente el último párrafo de la cita que hemos escogido del Apocalipsis:

Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones, a las lenguas y a los reyes numerosos.

El “don de lenguas” caracteriza a quienes, como Juan y otros apóstoles (su hermano Santiago, por ejemplo), han superado las formas tradicionales y beben de la fuente de la “eterna juventud”, que es una forma de denominar a la propia Tradición Primordial, o Tradición Unánime. O dicho de otra manera, que pueden adoptar cualquiera de esas formas para transmitir la Enseñanza cosmogónica y metafísica (“dulce como miel en la boca”), cuya esencia se les ha revelado a través de un intenso trabajo consigo mismos guiados por una Enseñanza emanada del “Corazón del Mundo”, y que tiene su expresión más preclara en el símbolo sagrado y sus códigos de conocimiento vehiculados por la “cadena de transmisión iniciática”. Por eso, a quienes son verdaderos “hermanos en el Espíritu” ninguna de las lenguas para transmitir dicha Enseñanza les es ajena, pues han penetrado en la esencia de todas ellas, en esa “santa simiente” de que habla el Zohar y los textos sapienciales de todas las tradiciones.

En este sentido, el “don de lenguas” ha de interpretarse también como la capacidad para hacer entender la Ciencia Sagrada a la mentalidad de los hombres y mujeres hacia los que ella va dirigida, y en cualquier tiempo y lugar, lo cual es otra de las características de la Tradición Unánime, pues como en algún momento señaló Federico González: “la revelación siempre es coetánea con el tiempo”.

No es, pues, la Verdad la que se ha ocultado a la mirada y al pensamiento de los hombres, sino a la inversa. La Verdad siempre ha estado ahí, ante nosotros, a veces en las encrucijadas de los caminos de la vida. Esto es lo que no entendió Poncio Pilatos, quien tras “lavarse las manos” le pregunta a Jesús el Cristo qué era la Verdad, ignorando que la tenía enfrente de él; en aquel que con su verbo daba testimonio de ella y con la que resucitaba a los muertos, y que además dejó dicho: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan 18, 37), expresión que vale igualmente para la función que ha cumplido y cumple la Tradición Unánime en el extenso devenir de la historia humana. Francisco Ariza 
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