La idea de “comer” y de “sabor” ligada con la
Sabiduría a la que aludíamos en la nota anterior sobre la Tradición Unánime,
evoca el episodio del Apocalipsis donde precisamente Juan Evangelista “come” el
libro que le ofrece el ángel, sobre cuya cabeza estaba “el arco iris, y su
rostro era como el sol, y sus piernas como columnas de fuego”:
Fuime hacia el ángel diciendo que me diese el libro.
Él me respondió: “Toma y cómelo, y amargará tu vientre, mas en tu boca será
dulce como la miel. Tomé el libro de mano del ángel y me puse a comerlo, y era
en mi boca como miel dulce, pero cuando lo hube comido sentí amargadas mis
entrañas. Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones,
a las lenguas y a los reyes numerosos.
(Apocalipsis, 10, 9-11).
San Juan comiendo el libro que le ofrece el ángel. Grabado de Alberto Durero
Este versículo se presta a distintas interpretaciones,
todas ellas concordantes entre sí, como ocurre con muchos símbolos, y es
evidente que estamos ante un símbolo, o conjunto de símbolos, que revelan
elementos de la Enseñanza tradicional que no pertenecen solo al Cristianismo,
aunque naturalmente la “forma” de expresarse sea la de este. Gracias
precisamente a su alcance universal y metafísico dichas palabras pueden ser
trasladadas al núcleo de otras tradiciones, en donde tendrían el mismo
significado.
Por ejemplo, la expresión “toma y cómelo” se refiere
claramente a la idea de trasmisión y recepción, lo cual define a la Tradición
como tal, pues no puede haber transmisión sin recepción y posterior
“asimilación” de lo que se recibe, que son ideas y principios que al
“descender” sobre la individualidad humana dan lugar a la “conciencia del yo”
(que la tradición hindú denomina ahankara, la modalidad individualizada de Buddhi,
el Intelecto superior), y de donde deriva manas, el pensamiento propiamente humano igualmente
individualizado, para desembocar finalmente en las envolturas substanciales y
opacas de la carne y del cuerpo. Si este “asimila” los alimentos físicos, el
alma “asimila” las ideas del Mundo inteligible.
Este “encadenamiento” vertical que vincula entre sí a
todos los estados de un ser permite establecer las analogías y las
correspondencias entre dichos estados, conformando finalmente todos ellos una
unidad, la de ese ser mismo considerado en su totalidad: en cuerpo, alma y
espíritu. Esta tríada, que constituye un ser completo como decimos, se
corresponde y es exactamente análoga al Cuerpo, al Alma y al Espíritu
Universal. Así pues, no hay ningún elemento en esa individualidad que no dependa
en un grado u otro de sus principios y arquetipos universales, sin los cuales
no existiría.
Precisamente, Buddhi, el Intelecto superior, es concebido como un “rayo
luminoso” emanado directamente del Espíritu Universal (Atmâ).
Buddhi sería entonces el vínculo entre el Espíritu y la
individualidad, y a este respecto René Guénon señala (cap. VII de El Hombre y su devenir según el Vedanta) que Buddhi
no “carece de relaciones con el Logos
alejandrino”, esto es: con el Noûs
Demiurgo, quien “ha creado el mundo entero no
con las manos, sino por la palabra” (es decir por su Logos, Verbo o Intelecto)
como leemos en el Corpus Hermeticum. Entonces, lo que le entrega el ángel a Juan, y lo
que este “come” o “asimila” del Libro es precisamente esa Palabra, o Verbo generador,
que también es Luz y Vida. Seguidamente, el ángel dice:
amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la
miel.
y Juan continúa:
Tomé el libro de mano del ángel y me puse a comerlo, y
era en mi boca como miel dulce, pero cuando lo hube comido sentí amargadas mis
entrañas.
El libro es dulce como la miel en la boca del apóstol
porque su voluntad humana se ha hecho una con la Voluntad del Espíritu, pero al
decir a continuación que le “sentí amargadas mis entrañas” Juan nos está
advirtiendo que si nuestra voluntad no está en comunión con la Voluntad del
Altísimo, el libro se volverá amargo en nuestras entrañas.
Es bastante notable esta advertencia de Juan escrita
en el Apocalipsis, el texto que cierra el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en
donde se habla del “fin de los tiempos” y del “descenso” de la Jerusalén
Celeste sobre la Tierra y el corazón del hombre, dando inicio al siguiente Manvantara o
ciclo de una nueva humanidad, acontecimiento no solo humano y terrestre sino
cósmico también, y que Juan describe con las siguiente palabras: “Y habrá un
nuevo Cielo y una nueva Tierra”; tiempos de esperanza los nuestros, pero
también de gran tribulación, en los que incluso muchos de los “elegidos” serán
engañados, mostrándose así una debilidad espiritual en quienes han sido
preparados para ser la simiente del “ciclo futuro”. El apóstol, en su visión
profética, nos advierte de esta realidad, que está sucediendo ahora y sólo hay
que tener “ojos para ver” y “oídos para oír”.
En este sentido, las entrañas aluden a lo más
“entrañable” de lo humano, y que estas se “amarguen” significa que la voluntad
del hombre se ha escindido de la Voluntad divina, cortándose así los canales
por donde manan las aguas superiores hacia los mundos inferiores, aguas
representadas por el arco iris, símbolo de la unión entre el Cielo y la Tierra.
En un versículo de su Evangelio (el 7, 38) Juan nos da la clave para
restablecer nuevamente esa “comunicación”, y narra un episodio que transcurrió
durante la fiesta de los Tabernáculos:
En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en
pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que
cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.
Esa “creencia” desde luego nada tiene que ver con la
adhesión a un personaje histórico, pues se trata del propio “Verbo encarnado”,
que es al mismo tiempo “el Hijo del Hombre” y el “Hijo del Dios Vivo”. Esto
mismo está implícito en Enmanuel, que es uno de los nombres que recibe Cristo
al nacer y que significa: “Dios en nosotros”. Este sería el sentido más elevado
contenido en la propia idea de Tradición Primordial, la cual existe
precisamente por una emanación de ese Principio metafísico, que se “encarna” en
lo humano porque en el hombre está esa posibilidad, dotándole de la
trascendencia necesaria para superar la condición de un estado del ser, para
“nacer” en el Espíritu. “El que cree en mí, como dice la Escritura (o la
Tradición revelada), de su interior correrán ríos de agua viva”.
Esto último evoca aquellas palabras escritas por el
propio Juan en su Evangelio en las que se relata el episodio del encuentro de
Cristo con Nicodemo, que era miembro del Sanedrín y uno de sus discípulos
secretos: “Hay que nacer de arriba”, señalándole a continuación que
el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no
sabes de dónde viene, ni a dónde va. Así es todo aquel que es nacido del
Espíritu. (Juan 3, 3-8).
Ese nacimiento en el Espíritu otorga el “don de
lenguas”, que es a lo que se refiere justamente el último párrafo de la cita
que hemos escogido del Apocalipsis:
Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los
pueblos, a las naciones, a las lenguas y a los reyes numerosos.
El “don de lenguas” caracteriza a quienes, como Juan y
otros apóstoles (su hermano Santiago, por ejemplo), han superado las formas
tradicionales y beben de la fuente de la “eterna juventud”, que es una forma de
denominar a la propia Tradición Primordial, o Tradición Unánime. O dicho de
otra manera, que pueden adoptar cualquiera de esas formas para transmitir la
Enseñanza cosmogónica y metafísica (“dulce como miel en la boca”), cuya esencia
se les ha revelado a través de un intenso trabajo consigo mismos guiados por
una Enseñanza emanada del “Corazón del Mundo”, y que tiene su expresión más preclara
en el símbolo sagrado y sus códigos de conocimiento vehiculados por la “cadena
de transmisión iniciática”. Por eso, a quienes son verdaderos “hermanos en el
Espíritu” ninguna de las lenguas para transmitir dicha Enseñanza les es ajena,
pues han penetrado en la esencia de todas ellas, en esa “santa simiente” de que
habla el Zohar
y los textos sapienciales de todas las tradiciones.
En este sentido, el “don de lenguas” ha de
interpretarse también como la capacidad para hacer entender la Ciencia Sagrada
a la mentalidad de los hombres y mujeres hacia los que ella va dirigida, y en
cualquier tiempo y lugar, lo cual es otra de las características de la
Tradición Unánime, pues como en algún momento señaló Federico González: “la
revelación siempre es coetánea con el tiempo”.
No es, pues, la Verdad la que se ha ocultado a la
mirada y al pensamiento de los hombres, sino a la inversa. La Verdad siempre ha
estado ahí, ante nosotros, a veces en las encrucijadas de los caminos de la
vida. Esto es lo que no entendió Poncio Pilatos, quien tras “lavarse las manos”
le pregunta a Jesús el Cristo qué era la Verdad, ignorando que la tenía
enfrente de él; en aquel que con su verbo daba testimonio de ella y con la que
resucitaba a los muertos, y que además dejó dicho: “Todo aquel que es de la
verdad, oye mi voz” (Juan 18, 37), expresión que vale igualmente para la
función que ha cumplido y cumple la Tradición Unánime en el extenso devenir de
la historia humana. Francisco Ariza
Este artículo ha sido ampliado en la siguiente dirección: https://franciscoariza.blogspot.com/2022/06/la-sabiduria-como-alimento-del-alma.html
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