El meollo de lo que diremos a continuación, y en la
siguiente entrega, seguramente ya lo hemos expuesto en varias ocasiones, pero
siempre va bien recordar la vigencia de una Tradición Unánime, o Tradición
Primordial, que se halla “unánimemente” en todas las formas tradicionales que
han existido a lo largo de la Historia y en las que todavía existen, no
exentas, sin embargo, del ocaso espiritual que vivimos en este tiempo, muy
certeramente definido como “liquido”.
Pero esto es debido a la coyuntura temporal de un gran ciclo
que se agota, y no afecta para nada a la esencia de la Tradición Unánime, a la
que hemos de reconocer como presente en el núcleo de cada tradición particular,
reconocimiento que, entre otras cosas, nos libra de caer en cristalizaciones
dogmáticas, exclusivistas y fanáticas, propias de las religiones y exoterismos
monoteístas en su degradación actual, en las que caen muchas veces personas que
habiendo recibido una transmisión de carácter iniciático y esotérico no han
podido superar el nivel literal del símbolo y del rito, que son en suma los
vehículos y soportes de dicha transmisión, y que posibilitan el ascenso por el
Eje del Mundo, o del Árbol de la Vida que está plantado en el centro de nuestro
ser, aunque a veces no seamos muy conscientes de ello.
La Tradición Unánime se identifica con el propio
Conocimiento, el cual no solo se limita a la Cosmogonía y a la Tri-unidad de
los principios ontológicos, es decir al Ser, sino que abarca a los estados incondicionados,
supracósmicos y auténticamente metafísicos. Y si hemos de hablar del “fruto”
obtenido por ese Conocimiento este no sería otro que la Sabiduría, cuya raíz
más íntima, y supraesencial podríamos decir, se nutre efectivamente de la
“luminosa oscuridad” del No Ser (En Soph en la Cábala). A esa “luminosa
oscuridad” alude Salomón al comienzo del Cantar de los Cantares cuando
pone las siguientes palabras en boca de la Sulamita, imagen de la Sabiduría:
“Soy morena, pero hermosa…”.
El comer de ese fruto quizás no otorgue la felicidad (tan
relativa como cualquier otro estado de ánimo, pese a que durante el Imperio los
romanos la considerasen un numen, felicitas, ligado con la “buena
suerte”), pero sí puede dar la Libertad, con mayúsculas. El consejo de Pico de
la Mirandola en su Discurso sobre la Dignidad del Hombre (del que
hablamos en la Nota anterior) de poder elegir, en nuestro libre albedrío, la
parte divina de nuestra naturaleza, tiene como fin último lograr esa Libertad,
verdaderamente incondicional:
“recogido en el centro de su unidad, hecho un espíritu
con Dios, introducido en la misteriosa soledad del Padre…”.
Todo lo contrario de comer del Árbol de la Ciencia, o del
Bien y del Mal, dual por definición, y que inevitablemente nos expulsa del
centro de nuestro ser al maravillarnos con los “frutos de la Creación”, y no
con sus principios, que también pueden ser “comidos”, y en este punto hemos de
añadir que la raíz de la palabra “sabor”, sap, es la misma de “saber”, sapere,
de ahí sapiencia, es decir sabiduría.[1] (Continúa). Francisco Ariza
[1] Sobre el sabor en relación con la sabiduría, ver la
última nota a pie de página del capítulo IX de El Hombre y su devenir según
el Vedanta, de René Guénon.
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