La danza de Shiva es el propio movimiento creacional.
Señala Federico González (Simbolismo y Arte, cap. III) que el movimiento
es “la proyección espacial del tiempo”, ya que este no lo podemos medir si no
es a través del movimiento en el espacio. El movimiento liga, así, el tiempo y
el espacio. Pero cuando Shiva deja de danzar esto significa
que ya no hay espacio que permita el movimiento de esa danza, o sea que el
tiempo y el espacio se han fundido en una sola realidad, imposible de definir,
por ser absolutamente inefable: es la “vivencia de la eternidad”. ¿Cómo
explicar eso?
Cuando Shiva deja de danzar se produce la transformación
del tiempo en un solo y absoluto instante sin solución de continuidad. El
“instante” es inaprehensible, y por la misma razón tampoco es “computable” por
decirlo de alguna manera gráfica, que siempre es simbólica al ser la
descripción esquemática de una Idea, en este caso de la idea del no-tiempo.
En efecto, cuando Shiva y su Shakti (su
potencia creadora) cesan en su perenne copulación, la ecuación espacio-tiempo
queda abolida de inmediato. Si ya no hay movimiento, si los ritmos entrelazados
no encuentran eco donde expandir su cadencia armónica, el Cosmos queda
absorbido en su Principio, en su Origen increado. En ese instante todos los
seres y mundos advierten que sus corazones están atravesados por el hilo
de Atma, en perfecta simultaneidad.
Ese “advertir” es un despertar de la conciencia que nos permite realizar el
pasaje “de lo individual a lo universal”, lo cual es imposible que ocurra en el
tiempo, pero que sí ha sido con la ayuda del tiempo como lo podremos realizar,
por eso el propio Federico González, en ese mismo capítulo, nos dice que el
tiempo es una manifestación del Amor divino. El tiempo podría ser descrito
simbólicamente como una sucesión de instantes encadenados, de la misma manera
que cada punto de la circunferencia es el extremo de uno de los radios que
parten del centro, que es único, razón por la cual simboliza al Espíritu, a la
Unidad metafísica.
Y así como en una circunferencia no puede haber “dos centros”, también el
Espíritu es único con respecto a la totalidad de los seres creados. Él es el
Principio y el Fin del tiempo, que se conjugan en el verbo Ser: “Yo Soy el Alfa
y la Omega”.
Como señala René Guénon (Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada,
cap. XVIII): “El ‘Señor de los tiempos’ no puede estar por su parte sometido al
tiempo, el cual tiene en él su principio”. Él es, por tanto, el “Señor de la
Eternidad”. Y en otro lugar, el mismo Guénon afirma que en la Eternidad, “el
conjunto del tiempo está siempre presente en la totalidad de su extensión”.[1]
La revelación de esa realidad en el alma humana la llena de gozo y de
júbilo, palabra tan cercana a jubileo, “el año en que el Señor te concede su
Gracia”. En primer lugar porque el alma reconoce que ha sido “visitada” por el
soplo del Espíritu, ya que Él solo se “presenta” a quien realmente lo ama,
aunque sea donde y cuando Él quiera, pues, también aquí, solo el Padre conoce
el día y la hora.
Esa alma no necesita llegar a ningún “fin de ciclo”, colectivo o individual,
para darse cuenta que dicho fin “ya fue” para ella, consumada, y consumida, en
el Amor, que no olvidemos es hijo del Conocimiento, de la Sabiduría, lo cual
revela una jerarquía entre ambos. Es por eso que el Amor, hijo del
Conocimiento, está en permanente guerra contra la muerte y la ignorancia,
nuestro principal enemigo. El Amor es un dios generoso, capaz de unir los
fragmentos dispersos de nuestro ser, y mantenernos firmes en la Fe, y en la
Esperanza de escapar de las garras del Demiurgo, el artesano creador de la
ilusión cósmica. Francisco Ariza
[1] Prefacio
al libro de Ananda K. Coomaraswamy El Tiempo y la Eternidad. A continuación
Guénon señala lo siguiente: “La independencia esencial y absoluta de la
eternidad con respecto al tiempo y a toda duración (…) resuelve inmediatamente
todas las dificultades planteadas a propósito de la Providencia y la
omnisciencia divinas”.
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