Nuestro amigo Juan Ríos,
ha dicho en un comentario a la nota anterior sobre “Los Colores de los Dioses”,
y a raíz de otro comentario que yo mismo había realizado sobre la naturaleza
del color en contestación a otro amigo (Plutonium Good), lo siguiente: “Por qué
referir el color a lo subatómico. Eso no es la realidad de nada”.
Desde luego puedo
entender lo que dice Juan Ríos, y hasta yo mismo estaría de acuerdo con él en
esta cuestión si entendiéramos por “nada” un concepto mucho más profundo que el
de la simple inexistencia de algo: el No Ser metafísico. Por otro lado, yo
utilizaba el color en lo subatómico como un ejemplo para hablar de que en el
Cosmos todo es cuestión de proporción, recordando que “el Señor todo lo ha
dispuesto en medida, número y peso”, como dice Salomón en el libro de la
Sabiduría.
Por otro lado, le doy
las gracias a Juan Ríos porque su observación me ha llevado a reflexionar sobre
una idea que hace tiempo quería plantear aquí, y es el hecho de que el mundo
subatómico, o cuántico, al contrario de lo que pudiera pensarse, sí constituye
la base de todo cuanto existe en la “realidad física”, por muy
infinitesimalmente pequeño que sea ese mundo, que por cierto tiene mucho más de
vacío que de materia corporal, lo cual ya nos da una pista acerca de cómo es la
estructura del mundo físico a esos niveles tan extremadamente pequeños; que no
es tan sólida como la que podemos apreciar a nuestra escala humana.
Esto nos acerca a
planteamientos metafísicos muy interesantes si tomamos esa relación asimétrica
vacío/lleno como el símbolo de una realidad mucho más intangible y sutil que
trasciende dicha estructura, y por cierto también la de nuestro mundo
aparentemente más sólido.
En este sentido, en el
mundo subatómico las partículas pueden convertirse en ondas (energía invisible
hecha de luz o de sonido), y las ondas en partículas, o sea que pueden cambiar de
naturaleza dependiendo del momento. Esto provoca lo que se ha dado en llamar en
la física cuántica “el principio de incertidumbre”, o “de indeterminación”, o
sea que la realidad subatómica (que está en la base, repetimos de la realidad
física, ya sea microcósmica o macrocósmica) se rige por leyes donde el
componente de azar es muy elevado. En este sentido, no nos extraña que ya Marsilio
Ficino, siguiendo a Platón, afirmara que “la realidad es un caos pintado de
formas” (la cursiva es nuestra).
Precisamente, muchos
siglos antes de que los físicos modernos desarrollaran sus teorías acerca de la
naturaleza de la luz, Proclo, otro gran intérprete de Platón, quizás el más
importante, planteaba que “el espacio no es otra cosa que la sutilísima luz”.
Creo que en esta definición está integrada ya la idea del intercambio de las
ondas y de las partículas, pues identificando el espacio con la “sutilísima
luz”, podemos deducir que esta contenía esas partículas infinitesimales, pero
al mismo tiempo no por ello dejaba de tener también sus propiedades
“ondulatorias”, pues dichas ondas (o vibraciones, incluidas las sonoras) no se
propagan por el aire, sino por el éter, el elemento más sutil y homogéneo que
existe en el mundo físico, ya sea a escala subatómica o a otras escalas
inconmensurablemente más grandes, como el universo galáctico, hasta tal punto
que penetra todos los demás cuerpos y elementos –tierra, agua, aire y fuego-,
que derivan de él por diferenciación.
Si hay una mutación de
onda en partícula y de partícula en onda (y viceversa), o sea de un cuerpo (por
pequeño que sea) en una energía ondulatoria, que se propaga por el éter como
decimos, esto querría decir que a otro nivel de percepción la
“frontera” entre ambos estados de la luz (partícula y onda) es muy estrecha,
por no decir inexistente.
De todo esto deducimos
dos cosas. Primera: que a esos niveles subatómicos (tanto como a niveles macrocósmicos,
o sea en los dos extremos de la escala creacional física) existiría la
posibilidad de concebir lo que significa el “paso al límite”, que desde el
punto de vista simbólico es el paso de la realidad del cambio y de la mutación
permanente de las formas, al orden de los principios ontológicos e inmutables.
Segunda: que la ruptura
de la frontera, o límite, entre esos dos estados de la “sutilísima luz” (y
considerándola siempre por analogía simbólica sin poner
nunca al mismo nivel lo físico y lo metafísico, lo corporal y lo espiritual),
un ser “es” y “no es” al mismo tiempo; que hay en él la posibilidad simultánea
de “ser” y de “no ser”, y que si esta aparente contradicción la pudiéramos
conciliar en nuestra conciencia sería lo más próximo a experimentar el estado
metafísico no condicionado, en donde cualquier “principio de incertidumbre” se
ha transformado inexplicablemente en una certeza liberadora. Francisco Ariza
https://www.franciscoariza.com/
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