En los once vídeos sobre “Los Misterios de Mitra”
hemos hablado en diversas ocasiones de Apolo como el “Sol espiritual”, del que
Helios, el Sol físico, es su emanación en el orden sensible de la creación.
Queremos ampliar esta idea, que es esencial para comprender, a su vez, a la
“generación” humana como la expresión de otro tipo de “concepción” mucho más
sutil, pues tiene que ver con el “alumbramiento” del hombre “interior” gracias
a la acción vivificadora del Sol espiritual, también llamado Verbo, Nous
o Intelecto Divino.
No es de extrañar entonces que en todas las culturas y
civilizaciones tradicionales siempre se haya asociado la luz al verbo, y el
verbo a la luz, como es el caso del Fiat Lux bíblico, el “Hágase la luz”
pronunciado “en el principio” –que es ahora mismo- por la Palabra o Sonido
primigenio que genera el cosmos u orden universal a partir del “caos” de lo
informe.
Esta cosmogénesis, o “generación del cosmos”, es
análoga a la generación humana en sus dos aspectos: el carnal y el espiritual.
En la concepción carnal, en el momento en que el embrión recibe el “hálito
vital” que hace que su corazón palpite en armonía con el “ritmo del mundo”; y
en la concepción espiritual cuando recibe el influjo del “Sol que preña” el
alma, en palabras de Dante. En el caso del embrión físico no se es realmente
humano hasta que no se recibe el “hálito vital”, mientras que en el ámbito
iniciático el ser no despierta y comienza a desarrollar sus potencialidades
dormidas y “nace de nuevo” hasta que no recibe “la influencia espiritual” en su
mente y en su corazón, la sede de su “yo interno”. Son ambos un Fiat Lux
simultáneo, pues el ser humano constituye una unidad en cuerpo, alma y
espíritu.
En un estudio titulado “La Paternidad Espiritual y el
Complejo de Marioneta”, Ananda K. Coomaraswamy, cita a este respecto al poeta
sufí el Rumi:
“Cuando llega el tiempo de que el embrión reciba el
espíritu vital, en ese momento el Sol deviene su sostén. A este embrión el Sol
lo pone en movimiento, pues el Sol le dota de espíritu inmediatamente. Hasta
que el Sol brilló sobre él, de las demás estrellas este embrión recibió solo
una impresión. ¿Por cuál vía devino conectado en la matriz con el bellísimo
Sol? Por la vía oculta que se sustrae a nuestra percepción sensorial”.
En esta cita Coomaraswamy resume las diversas
referencias que hace de otros autores y tradiciones tanto de Oriente como de
Occidente, y que se puede sintetizar a su vez en la idea siguiente: que en la
generación humana no son suficientes los “padres físicos”, sino que para que
dicha generación se produzca ha de existir la intervención del espíritu o
hálito divino, del Soplo o Verbo, identificado con la luz del Espíritu, que se
corresponde aquí con el Eros solar, o sea:
la Naturaleza divina que Filón llama “la causa más
alta, la causa primera, la causa verdadera” de la generación, mientras que los
padres son meramente las causas concomitantes; y a la «Naturaleza siempre
productiva» de Platón y al «Padre» de San Pablo: “De la divina paternidad se
derivan y se nombran los padres en la tierra”.
(Efesios III, 25).
Los padres, en conformidad con el medio cósmico que
representa lo “externo” con respecto a la interioridad del ser, aportan el
elemento corporal y psíquico, el que define de hecho a la individualidad,
mientras que el Sol espiritual, el “Sol del sol” aporta la semilla de la “luz
metafísica”, “transmitida” por esa “vía oculta que se sustrae a nuestra
percepción sensorial”. Pero para que la individualidad humana exista -y la
vida como tal- es necesaria la participación del Sol espiritual, del Eros
solar, equivalente al Gandharva hindo-budista, e incluso a
Tonacatecuhtli, el dios creador azteca. Este último reina en el treceavo cielo,
desde donde envía su luz y su calor al seno materno para que los niños sean
concebidos.
En los textos hindúes citados por Coomaraswamy se
habla del “beso del Sol” para denominar la acción del influjo espiritual en el
estado humano, ya sea durante la concepción carnal o durante la concepción
espiritual, que la iniciación a los misterios ejemplifica. En la medida que el
Sol “besa” al hombre, pueden decir cada uno de los hijos de los hombres: “yo
soy”, “yo tengo un ser”.
En la Alquimia ese principio divino y generador es el
Azufre, vinculado con el “Sol interno” y por tanto con lo “áureo”, con la luz
mineral como símbolo de la luz espiritual, que es también un fuego sutil muy
poderoso, pues es el que “purifica” el componente psíquico de la individualidad
contribuyendo así a la regeneración y al renacimiento.
Estamos hablando, en definitiva, de la iniciación al
conocimiento del Sí Mismo, que se presenta bajo dos vertientes, una manifestada
y otra inmanifestada, o sea como “Brahma saguna” o como “Brahma
nirguna”, por utilizar la terminología hindú. En tanto que manifestado,
el Sí Mismo, que no es otro que Atmâ, está en todos los seres, y estos
existen gracias a él, que es el que les da la vida, tanto espiritual como
física, mientras que como inmanifestado el Sí Mismo simplemente No Es, por eso
nada puede decirse acerca de su naturaleza, que es el Misterio mismo, sin
adjetivo ni calificativo alguno.
Es por tanto del Sí Mismo como Espíritu creador y
generador del que estamos hablando, o sea del Espíritu como el “Padre” del
hombre, y por tanto de este como “hijo” del Espíritu, pues es de él de quien
recibe el “soplo” o “hálito” que le insufla el “alma viviente”, el jîvatmâ,
o sea Atmâ o el Sí Mismo en tanto que manifestado a través de una forma
y de un estado, en este caso la “forma viviente” del estado humano.
Esta es la razón de que René Guénon se refiera a veces
al Sí Mismo como Prajâpati, el “Señor de los seres producidos”,
producidos de él mismo, de su “Espíritu vivificador” en todos los niveles de la
Existencia. Prajâpati expresa la Voluntad del Principio en tanto que
“formador del universo manifestado”, o sea como Ordenador Supremo, o Gran
Arquitecto del Universo, cuyo “cuerpo” intangible es la Armonía universal, o
Alma del Mundo, una manera de denominar el Dharma, la “Ley Cósmica”. Por
este motivo a Prajâpati también se le conoce como el “Ordenador
interno”, expresión muy significativa para quien está en el camino del
Conocimiento y al que se dirige en realidad Juan Evangelista con estas
palabras:
"No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que
nacer de lo alto" (Juan, III, 7).
El Dharma es la conformidad a nuestra
naturaleza esencial, a ese “yo mismo”, que es supraindividual. En la medida en
que esto sea así se estará en armonía con el conjunto del medio terrestre y
cósmico. Todo lo que no está en conformidad con nuestro “sí mismo”
supraindividual tampoco lo estará con el Dharma, y por tanto aquel
desarrollo de nuestras potencialidades latentes seguirá siendo solo “virtual”.
Si se nos permite la expresión, ese desequilibrio es el que “corrige” la
Iniciación a lo sagrado, que no es otra cosa que un “despertar” a lo real que
hay en el movimiento constante de la “rueda del mundo”, y no hay nada más real
que el Espíritu y sus emanaciones, es decir las ideas y principios que lo
revelan. La iniciación a lo sagrado como el “Arte de lo Real”: el Arte Real,
término que define en realidad a toda vía de Conocimiento que toma a la
Cosmogonía como el soporte de su realización metafísica.
En relación con el estado humano y el ciclo temporal
en que este se desarrolla, el Manvantara, Prajâpati se manifiesta
como Manu, el cual da a ese ciclo su propia ley, su dharma, es
decir los principios que deberán regirlo desde su comienzo hasta su fin. Manú
es así el prototipo del hombre (manavâ), pero considerado como un “ser
pensante” cuya conciencia individual (ahankâra) refleja la Inteligencia
Universal, que es el propio Manú, como manifestación de Prajâpati.
Estamos hablando del principio del que emanan nuestras facultades cognoscitivas
y mentales (manas), incluida la memoria, que como decía Platón, y
Federico González recoge en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos,
es la “disposición del alma capaz de conservar la verdad que hay en ella”.
En la medida en que el “pensamiento” del hombre
refleja la luz o el rayo (buddhi) del Intelecto divino se encontrará más
cercano a Manú, su verdadero ancestro y “progenitor espiritual”. Y en la
medida en que, al contrario, ese pensamiento se aleje de esa luz suprasensible
el hombre se “encerrará” cada vez más en sus limitaciones individuales y
egocéntricas, con lo que el conocimiento de otros estados más sutiles y
superiores le estará vedado hasta que “despierte” a ese hecho, que ocurre en lo
secreto y más íntimo de su ser. En otras palabras, cerrándose a las influencias
superiores el ser humano no cumplirá con su destino, que no es otro que acceder
a su origen suprahumano y supracósmico, un destino que, como se afirma también
en aquellas cosmogonías mesoamericanas, ha sido introducido por Tonacatecuhtli
en el vientre materno durante la concepción.
Acerca de ese destino, y su “despertar” en la
conciencia recogemos nuevamente las palabras de Federico González en su Diccionario
al definir el destino como:
“Un don que se hace en ciertos hombres, que tienen
necesidad de él y que fijan la voluntad en la prosecución de su camino”. Francisco Ariza
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