Estas palabras son el fruto de una meditación en la
última entrega del primer capítulo de mi libro dedicado a la obra de Federico
González, y que me nace compartir con todos vosotros. Quienes habéis seguido
estas entregas sabréis que este primer capítulo está dedicado enteramente al
estudio de su libro El Simbolismo de la Rueda.
La cosmogonía, el arte, la cultura, la historia, la
ciencia sagrada y la metafísica que Federico González ha expuesto en su obra, y
concretamente en El Simbolismo de la Rueda, es un testimonio vivo y
actual de esa larga cadena de testificación tradicional que ha vehiculado la
enseñanza del Conocimiento, de la Gnosis, a lo largo de los siglos. La clave de
esa enseñanza no es otra que el símbolo, palabra que alude a la re-unión de dos
partes que son análogas y se corresponden entre sí.
La conocida fórmula de la Tabla de Esmeralda
hermética: “lo de abajo es como lo de arriba, y lo de arriba como lo de abajo,
para realizar el milagro de una cosa única”, es tal vez la mejor definición de
lo que es la función del símbolo, que por otro lado expresa perfectamente la
figura geométrica de la “Estrella de David”, también conocida como “Sello de
Salomón”.
“Uno es lo que conoce”, y en la búsqueda de nuestra
identidad el símbolo y sus códigos son el soporte que facilita el encuentro
entre el sujeto que conoce y el objeto de su conocer, dando como resultado el
Conocimiento mismo, “deleite de la divina Sabiduría”, al decir de Marsilio
Ficino.
Federico González nos propone la Vía Simbólica como
eje de esa enseñanza, transmitida en su obra fundamentalmente a través de los
códigos de la Tradición Hermética y la investigación en la cosmogonía y el arte
de las distintas culturas y tradiciones sagradas. En definitiva, la Simbólica
como la vía que nos aboca a la vivencia plena de esa utopía del Espíritu
propuesta por todas las gnosis, y que ha sido llamada Tradición Primordial, que
en nada es distinta del propio Conocimiento.
Se ha dicho que Federico González es un “Hércules de
nuestro tiempo”, sugiriendo con ello la enorme gesta heroica que significa
revivificar y comunicar la esencia de esa Tradición primigenia en una época tan
oscura, espiritual e intelectualmente hablando, como la nuestra. Así es la
naturaleza del ave Fénix, que renace permanentemente de sus cenizas para ser
una luz que alumbra en las tinieblas de quien vive la experiencia íntima del
Amor a la Sabiduría, que es lo que distingue hoy, como ayer y siempre, a los
verdaderos filósofos y adeptos herméticos de los simples diletantes.
Con frecuencia se olvida que la Tradición es sobre
todo la transmisión de una influencia espiritual, concebida como una “luz” que
nos va ordenando interiormente, proceso que conlleva necesariamente la
disolución de las viejas y anquilosadas estructuras mentales para abrirnos a
otras perspectivas y posibilidades más universales, y por ello más auténticas
pues no dependen ya de reflejo especular alguno. Aunque no sea imprescindible,
el estudio del símbolo ayuda y contribuye a hacer efectiva la acción de la
influencia espiritual. De su comprensión dependerá en gran parte la
purificación y transmutación de nuestra mente, devolviéndole su “virginidad”
original para que la idea que el símbolo revela se plasme en ella sin
interferencia psicológica alguna.
La Tradición siempre deja un hilo suelto, y un rastro
que es la huella de la propia Sabiduría en este mundo. Agarra ese hilo, como
hizo Teseo (otro héroe mítico) para no perderte en los meandros del laberinto
del Minotauro. Aunque a veces no tienes más remedio que perderte, pues esta es
la única manera de darte cuenta de lo que realmente has perdido, y que por
tanto no tienes más remedio que recuperar. “Perderse para encontrarse” ha dicho
muchas veces Federico González evocando las palabras del Evangelio. Pero ese
impulso que te lleva nuevamente a encontrar el hilo ha de venir de un “gesto”
nacido de la “voluntad de ser”, o sea de una acción del “azufre interno” -del dios
que hay en ti-[1] sobre el mercurio volátil para fijarlo en tu
conciencia, “fijación” que es una forma de “reunir lo disperso”.
El Espíritu, el Ser, la Unidad, está siempre presente
en el corazón del hombre. El origen y el destino del viaje hacia el
Conocimiento coinciden, de lo que resulta que en verdad nunca hemos “salido” de
nosotros mismos, y el laberinto era propiamente el de nuestras dudas, el de
nuestra falta de fe, en definitiva.
El Conocimiento no se adquiere, como tampoco se
“posee”, sino que te das cuenta de que “tú ya eres eso”, pues como decíamos el
ser no es distinto de lo que conoce. De ahí que Platón hablara de “recordar”
cuando se refería a conocer. Y por eso la memoria, que es el nombre de una
diosa, es también uno de los motores de la transmutación.
Pues, en efecto, todo este engranaje de ideas que se
tejen entre sí para conformar el “cuerpo” de la Inteligencia universal, que es
el Orden cósmico, o Dharma, tiene que ver con la transmutación alquímica, es
decir con el “fuego de rota”, como decían los alquimistas medievales y
renacentistas para referirse a la naturaleza “operativa” de la Rueda.[2] La Rota Mundi es un modelo de la Cosmogonía y
en este sentido es idéntica al Liber Mundi de que hablaban los antiguos
rosa-cruces, que no es distinto del Libro de la Vida.
Es por eso que el viaje del Conocimiento nadie puede
hacerlo por uno. En eso consiste precisamente la iniciación: en iniciar un
camino que está ante tus pies, como dice el Tao-Te-King, y solo tienes que
seguir por sus senderos, llamados los “senderos de la Sabiduría” en las
enseñanzas del Árbol de la Vida cabalístico, un modelo muy presente en la obra
de Federico González, como saben todos los que la han leído y estudiado. De la
“periferia al centro de la Rueda”, o de Malkhuth a Kether, donde
mora la Deidad, que sin embargo está ausente de su propio acto creador pues no
participa del “movimiento” de la Rota Mundi.
El símbolo de la Rueda también nos pone frente a esta
paradoja, quizá la más grande con la que nos encontraremos en nuestro viaje:
que el Ser, la Unidad, está inmanente en la Creación y al mismo tiempo la
trasciende. Es un misterio que late ya en las propias palabras de Jesús antes
del sumo sacrificio: “Padre, ¿por qué me has abandonado”.
El Ser “Es” y “No Es”, simultáneamente. Y sin embargo
en la resolución de esa paradoja, o sea en la íntima e inseparable “unión” del
Ser y del No Ser, se encuentra la total y absoluta liberación de cualquier
condicionamiento, incluso el que puede venir del amor al Conocimiento, pues en
esas altas instancias metafísicas de la Suprema Identidad el estado en que se
vive es lo más parecido a lo que Nicolás de Cusa definió, con su gran capacidad
de síntesis, como la “docta ignorancia”. Francisco Ariza
Notas
[1] Recordemos que la palabra azufre viene del griego
“zeion”, que quiere decir divino. A esto se refería seguramente Platón cuando
por boca de Sócrates habla de que la fuerza que impulsa al que quiere conocer
es idéntica a la que puede ejercer un dios sobre él.
[2] En este sentido, no es por casualidad que la palabra chakra,
centro de energía del “cuerpo sutil” vinculado con la transmutación, signifique
precisamente ‘rueda’.
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