La Historia, considerada como una ciencia de la Cosmogonía,
tiene más que ver con la morfología de las formas vivas que con una estructura
solidificada, o una sucesión de anécdotas más o menos ordenadas e interpretadas
por el relato histórico, o mejor historiográfico en el sentido actual que se da
a esta palabra, sustentado en un “método” o “técnica” que solo sirve para
organizar datos e información, sin duda importantes desde un punto de vista,
pero que obvia o no va al fondo de aquello que da sentido a la Historia y al
Tiempo, donde acontece la vida del hombre, la naturaleza y el cosmos.
Una visión de la Historia como un “organismo dentro de
un organismo mayor” abarcaría todo lo que el hombre ha podido y puede realizar
en el acontecer de su existencia de acuerdo a los Arquetipos universales y a
las Ideas eternas. Las culturas y las civilizaciones son la emanación de esos
arquetipos pero reconocidos previamente en el hombre mediante los códigos y las
estructuras simbólicas que los expresan. Es por eso que toda cultura o
civilización ha sido siempre la obra de los hombres inspirados en una
Cosmogonía o Filosofía Perenne, o sea en la obra realizada según los planes del
Gran Arquitecto o Ser Universal.
Recordemos que una Filosofía de la Historia debe
enfocar a esta como la búsqueda de un saber que está incluido en ella y que
constituye su razón misma de ser. Esta concepción es sensiblemente distinta a
la de aquellos pensadores y literatos que acuñaron precisamente esta expresión,
“Filosofía de la Historia”, en el siglo XVIII y al calor de la Ilustración. Nos
referimos concretamente a Voltaire y los enciclopedistas, en general imbuidos
de un racionalismo y de unas ínfulas de superioridad que, visto lo visto
después de más de doscientos años de la historia moderna, y conociendo lo que
fueron y transmitieron las culturas y civilizaciones de la Antigüedad, la
verdad es que tal soberbia no deja de producir cierta vergüenza ajena.
Aquellos “ilustrados”, y sus discípulos materialistas
y positivistas del siglo XIX, confundían la Antigüedad con lo viejo y caduco
demostrando así que habían cortado todo vínculo con la Tradición de sus
ancestros, incluso con esos otros filósofos de la historia que, como J. B.
Bossuet y G. Vico, se oponían frontalmente a las tesis racionalistas pues veían
en ellas, en su exceso, una ruptura radical con el pasado. No en vano, estos
dos historiadores del barroco se consideraban discípulos de Platón, de Tácito,
de la patrística cristiana y de los humanistas del Renacimiento.
No negamos desde luego ciertos valores de la
Ilustración, pues todo cambio de época trae consigo su “espíritu” –el “espíritu
del tiempo”- que renueva ciertas estructuras mentales y sociales ya perimidas
por haberse concluido su “ciclo histórico”. Pero, guiados por un cierto
“adanismo”, y en vez de buscar la armonía entre la herencia del pasado y el
presente (que es lo que siempre se hizo en cualquier civilización tradicional),
la casi la totalidad de los llamados “ilustrados” acabaron por imponer sus
ideas socavando así los cimientos sobre los que se apoyaban las ideas y principios
que estaban, y siguen estando a pesar de todo, en la base misma de la tradición
cultural, filosófica y metafísica de Occidente, atesorada y bendecida por los
siglos, y cuya “médula substancial” ha sido vehiculada por la “Cadena Áurea”.
Los enciclopedistas fueron alumbrados por las “luces
de la razón”, y elevaron esta facultad de la mente humana a la categoría de
diosa (la “diosa Razón”) como piedra angular de todo el edificio de la
modernidad que vendría seguidamente y como consecuencia lógica –y perversa- de
esa “divinización”. Además, al adjudicar esa categoría a una facultad
individual estaban asumiendo en realidad su ignorancia con respecto a la
auténtica naturaleza supraindividual del mundo divino. Por otro lado, esas
“luces” eran de muy corto alcance, como es la luz de la luna (relacionada con
lo mental) con respecto a la luz del sol (relacionada con el espíritu), que es
precisamente de donde el astro lunar recibe su luz refleja.
Si la palabra Filosofía significa “amor a la
Sabiduría”, para nosotros una Filosofía de la Historia no es muy distinta de
una Metafísica de la Historia: sería buscar en la Historia misma todo aquello
que de una manera u otra nos descubra la presencia en el tiempo de la diosa
Sabiduría y las potencias divinas emanadas de ella (la Inteligencia, la
Justicia, la Belleza...), como rayos que han iluminado las épocas humanas,
sometidas a los vaivenes de los ciclos y los ritmos del cosmos. La Filosofía de
la Historia como un hilo de Ariadna que nos guíe por el laberinto del tiempo
reconociendo en este la presencia de esa Sabiduría (a veces más evidente y
otras más oculta) para no perdernos en la ingente multiplicidad de hechos y
acontecimientos que constituyen sus meandros, y que nos hace alejarnos cada vez
más de su centro.
Por otro lado, no hay que confundir una Filosofía o
Metafísica de la Historia con la Historia de las Religiones, o sea como una
descripción de las distintas expresiones de las culturas y las sociedades
arcaicas y tradicionales (aunque esa descripción se haga respetando y
conociendo sus estructuras sagradas), sino buscar la identidad común a todas
ellas a través del conocimiento de sus ideas-fuerza esenciales, y “matriciales”
por así decir, que conformaron su Cosmogonía o concepción del mundo.
En este sentido una Filosofía de la Historia incluye
dentro de sí, necesariamente, el conocimiento de la Simbólica universal, es
decir de los símbolos y mitos sagrados y fundamentales comunes a todos los
pueblos de la tierra, pues como se ha dicho las estructuras culturales obedecen
a patrones simbólicos que son la fijación o la concretización de lo que
nuestros antepasados llamaron dioses, númenes o seres sobrenaturales.
Conocer esas estructuras y patrones simbólicos es,
pues, penetrar en el “pensamiento” de las energías divinas y atraerlas hacia el
alma humana de manera que la fecunden, siendo esto una forma todavía posible
del rito mágico-teúrgico, el cual está precisamente en el origen de la
Filosofía sin adjetivos, en sí misma, como una forma de la atracción de y hacia
el Conocimiento. Francisco Ariza
*
Esta nota forma parte de un trabajo más amplio titulado La Historia como
ciencia de la Cosmogonía, de próxima aparición en la Biblioteca Hermética la Memoria de Calíope.
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