Observando
expectante cómo las llamas me van alcanzando, doy gracias al Señor por
concederme por fin la liberación, tantas veces implorada, de este estado de
petrificación en que me encuentro aprisionado. He vivido tanto tiempo en el
tiempo congelado que acabé por abandonar toda esperanza, que es la negación de
la posibilidad de ser. Un horror. Todas las salidas habían sido cegadas, hasta
ahora mismo, cuando una emanación de los vientos solares ha tomado la forma del
dragón celeste y ha descendido sobre la tierra como un amante enfurecido. Su
abrazo me abrasa y disuelve la piedra carcelaria.
Se ha cumplido
la máxima hermética, que es la quintaesencia de esa esperanza que creí
abandonada para siempre: “cuando todo parece perdido es cuando será salvado”.
El fuego,
como todos los símbolos del Espíritu, es una Idea que se hace substancia
tangible para que participemos de su misterio. En el fuego anida el secreto de
la transmutación, que es el paso cualitativo y gradual de la imagen simbólica a
la realidad que ella representa. ¿Qué otra cosa sino quiso decir Cristo cuando
afirmó ante los mercaderes, o sea ante todos nosotros: “Destruid este templo y
yo lo levantaré en tres días”?
¿No será
entonces este dragón enfurecido y abrasador, sumamente riguroso, una
manifestación del Amor, una efusión de la Gracia?
El tronco
milenario ha encontrado cobijo en el Amor, y la Sabiduría es su alimento. Es la
Sabiduría, la Notre Dame arquetípica, la que otorga los cambios profundos, el
enderezamiento de cualquier ser y de la propia Tradición mortecina. Fe,
Esperanza y Caridad.
La Semana
Santa anuncia la “plenitud de los tiempos”: la pasión, la muerte sacrificial y
la resurrección liberadora en el regazo del Padre. FranciscoAriza
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