La palabra
“cultura” es una de las más denigradas hoy en día, junto a la de tradición,
mito o símbolo. El listón ha quedado tan bajo que no es para nada extraño que
Franz Kafka, ese “visionario” que alertó del alma más oscura del hombre del
siglo XX, escribiera una novela en donde la “metamorfosis” del protagonista no
consistía en su trasformación en un ser capaz de reconocer sus posibilidades
suprahumanas (como el Lucio del El Asno de Oro
de Apuleyo, obra también conocida precisamente como La
Metamorfosis), sino su mutación en una “cucaracha” monstruosa,
perfecta metáfora de los aspectos más inferiores del ser humano.
La
“cultura de masas”, que nace también con la entrada en el siglo anterior, es la
metáfora de otra monstruosidad, pues en la definición de “masa” está presente
la característica del espíritu gregario, propio de los insectos. Toda nuestra
sociedad, ya no importa que sea “occidental” u “oriental” (términos que por
otro lado han acabado por difuminarse con la invasión uniformizadora de la
tecnología) ha sucumbido al poder de la “masa”, por eso la cultura ha tenido
que rebajar sus contenidos hasta acabar siendo una caricatura de sí misma (la
“cultureta” pues) para amoldarse a una mentalidad gregaria que ha de ser
satisfecha con lo más banal y superficial.
Términos
como “cultura del espectáculo”, o “cultura del entretenimiento”, o incluso esa
aberración, contradictoria en los términos, llamada “cultura de la violencia”,
así lo testimonian. Lo vemos asimismo en la política, dicho sea de paso, que
también ha sufrido su propia “mutación”, pasando, en el mejor de los casos, de
la “democracia” a la “oclocracia”, literalmente “el poder de la masa”,
expresión de una multiplicidad caótica, tema este que ya tuvimos ocasión de
tratar hace un par de años en esta misma página de facebook.
Claro que
todo esto no ocurre por casualidad, sino que forma parte de un contexto cíclico
de degradación generalizada que viene de lejos, y que tiene sus causas en la
desacralización de lo que antaño se conoció como Cultura, palabra que no
olvidemos viene de “cultivo”, pues con la mentalidad simbólica y analógica de
nuestros antepasados se consideraba que el cultivo de la tierra tenía
correspondencias muy íntimas con el cultivo del alma. De ahí la gran cantidad
de términos y expresiones agrícolas utilizadas en los ritos iniciáticos de los
distintos pueblos de la tierra, empezando por la palabra “neófito”, que quiere
decir “nueva planta”. Depositar la semilla en el interior de la tierra es lo
mismo que introducir una idea o un principio de orden superior en el
pensamiento para que fructifique dentro de él, nutriéndolo como se nutre el
cuerpo con la semilla hecha ya fruto tras un proceso más o menos largo,
análogamente correspondiente al proceso iniciático.
Esta es la
“labor” propia de una Tradición sapiencial que a pesar de todo continúa viva,
pues como dijo el profeta: “Dios está más cerca de ti que tu propia yugular”.
El origen de esa Tradición primigenia se sitúa precisamente en un jardín: el
Jardín del Paraíso, que es el Cielo descendido en la Tierra. En la Alquimia a
veces es llamado hortus conclusus, “huerto
cerrado”, como si efectivamente se tratase de un atanor hermético donde las
“raíces” de las plantas que en él se cultivan (los seres humanos), no se
nutren, sin embargo, de la substancia de la Tierra, sino de la esencia del Cielo,
o sea de las ideas del Mundo Inteligible. Esta concepción la tuvo ya Platón
cuando en el Timeo (89 c) señaló que “el hombre
es una planta celeste, lo que significa que es como un árbol invertido, cuyas
raíces tienden hacia el cielo y las ramas hacia abajo, hacia la tierra”.
Lo que
dice Platón nos recuerda a esa otra tradición cabalística que habla igualmente
de las “raíces de las plantas”, pero también de aquellos que “devastaron el
jardín”, refiriéndose al Jardín del Paraíso, al Pardés. René Guénon, en un
capítulo de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada (titulado
justamente “Las raíces de las plantas”) añade que quienes causaron esa
devastación y cortaron las raíces de las plantas, habían alcanzado un grado
donde todavía era posible extraviarse. O sea que desconocían la dimensión
metafísica de lo que significa estar “enraizado” en el Principio.
Esto tiene
varias lecturas y se puede aplicar igualmente al proceso iniciático o de
conocimiento, donde en un momento dado se puede estar “tentado” de creer que
aquello que se ha conseguido es por “méritos propios”, y no precisamente por
estar arraigado en la Unidad metafísica, de la que emana todo conocimiento.
Persistir en ese error conduce inevitablemente a la “desviación” referida por
Guénon.
En otro
orden, esa misma soberbia es propia de la desmesura de aquellos que hoy en día
están creando un nuevo modelo de sociedad dirigido por la “inteligencia
artificial” (su propio nombre ya la define) hasta en sus más íntimos detalles.
Los nuevos parámetros culturales serán impuestos por los hombres colonizados
por los engendros tecnológicos. Una humanidad que ha sido preparada mentalmente
para aceptar semejante estado de cosas representa un “gregarismo” de nuevo
cuño, distinto y más sofisticado, que el de la simple “masa”. Todas las mentes
de ese nuevo gregarismo estarán conectadas al “Gran Hermano Computador”.
Ante esta perspectiva palidecen los fascismos y dictaduras de todo cuño que hemos conocido hasta
ahora.
La
combinación de lo digital y las neuronas humanas junto con la computación
cuántica será el triunfo final de la máquina sobre lo humano, y para algunos
ese momento marcará la entrada en una terra incognita,
o sea en un mundo desconocido hasta ahora. Y nosotros nos preguntamos cómo será
la cultura que nacerá en ese “nuevo mundo” que ya avizoramos en el horizonte,
después de que la cultura que hemos conocido haya desaparecido, o mejor se haya
“ocultado” en el corazón de unos pocos, aunque estos sean unos cuantos miles
como señalan los textos tradicionales.
En una
sociedad así no habrá cultura, sencillamente. Y no la habrá porque esa falsa
“nueva humanidad” no reconocerá ningún tipo de herencia espiritual e
intelectual de la “otra humanidad” (nosotros), considerada como inferior con
respecto a ella, que será el resultado de la más compleja creación del “reino
de la cantidad”. Por este hecho a los ufanos integrantes de esa humanidad
cibernética les estará vedado cualquier pensamiento de orden metafísico, que es
al fin y al cabo la esencia de la verdadera cultura. ¿Podemos acaso imaginar al
hombre cibernético concibiendo la idea del No Ser y la Suprema Identidad, por
ejemplo?
Lo
suprahumano no es el “superhombre”, es decir una individualidad superlativa y
elevada al cubo. Lo suprahumano es lo que está “más allá” de lo humano pero en
un sentido vertical y cualitativo, no horizontal y cuantitativo. Es un
encuentro y un hallazgo del alma humana con sus estados superiores, o angélicos
en terminología cristiana, que por encima de cualquier “psiquismo” son los
auténticos Intermediarios que nos conducirán a los estados metafísicos e
incondicionados.
Así pues,
en esa sociedad futura, ¿qué símbolos, qué mitos, qué ritos, qué estados
intermediarios para conocer las ideas y principios del Mundo Inteligible
sustituirán a los que todavía conforman el imaginario de nuestra humanidad
actual, a pesar de todo? ¿Qué modelo del cosmos sustentado en las
correspondencias entre los distintos planos y mundos de una Creación orgánica y
viva se ofrecerá a esa “nueva humanidad”. ¿O acaso piensan sus ideólogos, de
hoy y de mañana, que no existe tal Mundo Inteligible porque ellos son incapaces
de concebirlo, y por ese mismo expediente lo niegan? Evidentemente esto nos
recuerda de nuevo el relato cabalístico de aquellos que entraron en el jardín y
lo devastaron porque no habían alcanzado el grado suficiente para conocer sus
“frutos” y “tesoros” espirituales.
La
Tradición primigenia, encarnada a la lo largo de la Historia en las distintas
formas tradicionales, puede estar “dormida”, o “latente”, pero no muerta, como
no lo estaban el druida Merlín, o el rey Arturo, que cobró nueva fuerza y vigor
cuando Perceval le hizo la pregunta fundamental: “¿Dónde está el Grial?”
Esta es,
en verdad, la cuestión, y el tema que ha de ocupar nuestro tiempo, el que
todavía nos queda antes de la llegada definitiva de esa terra
incognita, que en verdad no será sino la victoria momentánea de una
sociedad que el propio Guénon denominó como la “gran parodia”. Francisco Ariza
https://franciscoariza.blogspot.com/
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